Mercedes Cebrián

Escritora

Talando bosques

El título de este texto homenajea al de un ciclo de encuentros literarios que organizaba en Buenos Aires la editorial argentina Interzona. Al denominar así las sesiones, sus organizadores nos recordaban con sorna que producir un libro en papel consiste ante todo en talar bosques, aunque en verdad la situación real no sea tan dramática, pues es práctica habitual triturar los libros que tuvieron mala suerte en el mercado, convertirlos en pulpa de papel para producir otros y así liberar espacio en los almacenes de las editoriales. Por eso, quizá el papel sobre el que se imprimió esa crónica que están leyendo o aquella novelita oportunista que se publicó para el Día del Libro proceda de otras novelitas oportunistas o crónicas necesarias –el adjetivo favorito de las fajas de promoción– que los lectores juzgaron algo menos necesarias. Es fácil comprender el porqué de la superproducción editorial: no difiere mucho de la compra de más y más cartones en el Bingo, o de seguir apostando en las carreras de caballos. Ya que actualmente se pueden imprimir tiradas pequeñas a un coste no muy alto, ¿por qué no probar suerte y publicar esa nueva colección de novelas juveniles acerca de un niño con poderes mágicos que acude a un internado británico para magos? Mira que si ahí se encuentra, agazapada, la gallina de los huevos de oro… También es comprensible por qué lo hacemos los autores, pues una manera nueva de ganarse la vida es no perder de vista los hashtags, las etiquetas temáticas que rigen las conversaciones públicas, ya sean estas #vueltaalanaturaleza, #juegodetronos, #maternidad o #veganismo, y ver si escribiendo acerca de ellas adquirimos la anhelada visibilidad y, ante todo, unas perrillas.

"¿Cómo se podría regular este exceso, que a menudo perjudica la calidad de los libros? Y no me refiero solamente a su contenido, escrito con cierta premura, sino a descuidos en la producción"

De repente me acuerdo de mi viaje a la Polonia comunista en la primavera de 1989, y en concreto de sus tiendas de alimentación, en cuyos estantes había solamente una marca de pepinillos en vinagre, otra de remolacha envasada y pare usted de contar. Acostumbrada a los hipermercados españoles de la época, ya rebosantes de marcas entre las que elegir, las tiendas de comestibles polacas me produjeron un terrible impacto. Ahora, en cambio, veo innecesario que convivan tantos tipos de mayonesa y tantas leches con calcio añadido en los estantes del supermercado. Llévense las manos a la cabeza al verme añorar tan a la ligera un mercado restringido y, peor aún, al verme establecer un paralelismo entre las obras literarias y los productos del supermercado, pero ocurre que su producción se rige por una lógica similar. Si es así, ¿cómo se podría regular este exceso, que tan a menudo perjudica la calidad de los libros? Y no me refiero solo a su contenido, escrito con cierta premura, sino a aspectos ortotipográficos y otros descuidos en la producción. Y ante todo, ¿a quién le tocaría marcar los límites? –se preguntarán muchos, entre ellos yo misma–. La culpa, o más bien la responsabilidad, no es tanto de los autores y editores, como de las lógicas de producción masiva en las que nos vemos obligados a movernos en cualquier aspecto de nuestra vida. Hasta el momento, practicar la ecología simbólica de publicar menos es un lujo que ojalá podamos permitirnos pronto.

Lorenzo Silva

Escritor

Lectura para mecánicos

“El problema de lo que es literatura trascendente se lo dejo a pelmas gordos como Edmund Wilson, capaz de hacer de un coito algo tan aburrido como un horario de ferrocarriles”. Con esta desabrida declaración zanjaba Raymond Chandler el pleito con quienes le recriminaban hacer literatura de evasión, y por tanto de menor fuste, de los que el crítico Wilson, también autor de novelas –en una de ellas, Las crónicas de Hecate County, está el coito ridiculizado por Chandler– era destacado representante. También se defendió de la acusación de intentar darle al público lo que quería, con una inteligente y fina reflexión: no se puede escribir para contentar a los lectores, pero sí puede hacerse que quieran leer aquello que tú sientes la necesidad de escribir.

Es una idea interesante, en tiempos en que se dice que se publica demasiado, a menudo obras de bajo octanaje literario e incluso libros que dudosamente lo son, escritos por quienes ni siquiera leen y editados sólo porque tienen una demanda. Como lector y escritor, no son los libros que prefiero, muchos de ellos ni se me pasa por la cabeza la idea de abrirlos, pero no estoy tan seguro de la necesidad de erradicarlos. Por un lado, permiten que editores y libreros, que de otro modo caerían por debajo del umbral de subsistencia, sigan existiendo y dando al lector otros libros. Por otro, debemos recordar que nuestras leyes garantizan la libertad de expresión e imprenta, y que quien se sienta a escribir un libro malo –o a leer el que le han hecho para que lo firme– se aparta mientras lo hace de vicios más nocivos, para sí y para el conjunto de la sociedad. Por otra parte, cabe que entre esos libros que reputamos un simple producto para halagar a la masa surja algo de valor. El propio Chandler, tildado en su día de “lectura para mecánicos que vuelven en metro del taller”, es hoy un autor clásico e influyente. Más que Wilson, sin duda.

"Como lector y escritor no son los libros que prefiero, pero no estoy tan seguro de la necesidad de erradicarlos. permiten que editores y libreros sigan existiendo y den al lector otros libros"

Hay algo, sin embargo, que sí me duele y que por momentos incluso me alarma. La apuesta a veces algo febril por ese libro que se piensa que podrá venderse fácilmente, o más fácilmente que otros, prescindiendo de su contenido y calado, está dejando fuera –porque no caben ni en los catálogos ni en las librerías– obras y escritores que no deberían perderse. Libros de autores nuevos de talento –los más damnificados por la crisis editorial del año 2011 en adelante, junto a la clase media de la literatura, tan barrida como la clase media general–; títulos de máximo interés publicados en otras lenguas que, o no se traducen nunca, o se hace tan tarde que empezamos a descolgarnos del mundo culto –seguimos sin traducción al castellano del excelente A Line In The Sand, de James Barr, sobre la partición de Oriente Medio, o de la gran biografía de Walter Benjamin, A Critical Life, de Howard Eiland y Michael W. Jennings–; y, lo que es peor, clásicos imprescindibles que se descatalogan porque no se leen, como la Historia de las guerras, de Procopio de Cesarea. Eso sí que es, amigos, una catástrofe.