Juan Madrid. Foto: Roberto Cárdenas
Sólo un personaje parece ajeno a este mundo de mentiras y maldades, y por ello el autor parece descargar en él datos personales: se llama Juan, se ha retirado a vivir en una casona que posee en Salobreña -donde está compuesta y firmada la novela- en la que alquila ocasionalmente algunas habitaciones, pasa las horas en un gran salón, rodeado de estanterías en que se agrupan los libros ordenados por países, y afirma que la literatura -que, así conservada y dispuesta, parece un baluarte seguro contra la mediocridad de la vida real- acaso "nos desvele cosas nuevas sobre la ambigua y contradictoria naturaleza humana, o sobre determinados aspectos de la vida, ocultos o enmascarados", para añadir: "De todos modos, la máxima utilidad de la literatura aparece cuando se manifiesta como un discurso alternativo al del poder" (p.228).
Como es habitual en él, Madrid apoya el relato en diálogos escuetos y directos, eludiendo en la medida de lo posible cualquier elemento de raigambre excesivamente "literaria". La narración se acerca de esta manera al modelo de la crónica impersonal, en la que los hechos se relatan fríamente, sin dejar apenas que se trasluzcan emociones que pudieran distorsionar el panorama objetivo que se intenta plasmar, con un enfoque casi conductista, que únicamente permite entrever honduras psicológicas atendiendo a gestos y palabras, desde fuera. Sólo algunos descuidos en esta prosa recortada hasta el máximo merecen ser corregidos: concordancias como "mi familia es de origen española" (pp. 131-132), "los modus operandi" (p. 132) o "un uomini d'onore" (p. 138), alguna construcción pronominal ("yo ya estaba enseñado a pasar desapercibido, seguir a alguien sin que se diera cuenta, en memorizar gestos", p. 135) y un "introducimos" (p. 134) por el indefinido ‘introdujimos', que es lo que corresponde. Lectura provechosa y entretenida, pero algo más que un simple entretenimiento.