Jenn Díaz. Foto: Albert Gomis

Destino. Barcelona, 2016. 192 páginas, 17'50€, Ebook: 9'99€

Una de las novedades importantes de la narrativa posfranquista fue la incorporación de un nuevo modelo de mujer. El paso capital hacia la presencia de una Eva moderna lo dio Esther Tusquets recién liquidada la dictadura con su excelente El mismo mar de todos los veranos, donde, junto con un lesbianismo sin culpa, abordaba las relaciones entre madre e hija, tormentosas, aunque al final firmaran la paz. Alguna vez la Lilith hebrea, la mujer libre ignorada en el relato bíblico que abandonó a su esposo, Adán, sustituyó a la Eva actual.



Estos asuntos relativos a la condición femenina despertaron interés y no sin oportunismo comercial se compilaron libros de relatos con Cuentos de amigas y Madres e hijas. Tal bucle de asuntos sigue atrayendo a nuestras últimas narradoras, a la Milena Busquets de También esto pasará o a la ya reconocida Marta Sanz. Y a él se suma Jenn Díaz (Barcelona, 1988) con una novela muy personal, Madres e hijas.



Madres e hijas es una historia de un estatismo acentuado en la que pasan muy pocas cosas, ninguna de verdad excepcional. Apenas hay acción externa, reducida a escasos y breves desplazamientos urbanos. La auténtica acción es interior, son movimientos del alma sedimentados en los recovecos de la conciencia o vertidos al exterior en manifestaciones orales desinhibidas, punzantes. La autora plantea un punto de partida argumental que a propósito no da para más. Ángel, el paterfamilia, ha muerto y en la casa quedan su esposa, Gloria, una hija, Natalia, y la hermana del difunto, Dolores. El bodegón naturalista de figuras se completa con la otra hija, Ángela, ya independizada pero de presencia fuerte en la pintura.



La escasa actividad anecdótica resulta suficiente para que no salga un relato paralítico. Se dicen, más que se muestran, las desavenencias entre las cuñadas, y la determinación forzada de la casta Dolores de abandonar la casa donde vivió siempre con total entrega. Se refieren las discrepancias entre las hermanas, y se aboceta la vida de Ángela fuera de la burbuja.



El padre es presencia muda en esta novela sin hombres quizás porque la autora ha querido disminuir al máximo el intenso protagonismo masculino de la narrativa burguesa, pero su imagen se proyecta en el ciclorama del teatro familiar como un referente, figura conciliadora cuya ausencia influye en todos y desata la caja de los truenos de incomprensiones y egoísmos.



Engaña el minimalismo de Madre e hija (título, por cierto, poco exacto, por no abarcar bien la convivencia descrita). Bajo la apariencia de vacío bulle un mundo muy turbio. En la olla de unos reducidos metros de vivienda borbotean hasta la temperatura de fisión la rivalidad cainita, los celos, la deslealtad o los callados agravios. De ese ovillo de malas inclinaciones sale una estampa dura de soledad e incomunicación. El fracaso de la familia convencional podría ser el asunto englobador de la novela si reconocemos el valor sociológico que no falta y que en algún aspecto concreto apunta al testimonio de actualidad incluso con su filo de denuncia; así en las recientes posturas de la mujer respecto de la maternidad.



Pero lo documental concreto se subordina a valores generales, a una mirada negativa de la condición humana con un núcleo de atención privilegiado sobre la condición femenina, aunque no creo que esto deba entenderse de modo excluyente. Los elementos que sostienen la dimensión antropológica de Madre e hija no constituyen, sin embargo, algo inédito en la historia literaria y otras cosas la hacen valiosa, singular y diferente. Es un estilo sencillo, antirretórico. Es un realismo diáfano nimbado de sensibilidad lírica. Es el gran acierto de filtrar las anécdotas a través de un narrador que relata entre la omnisciencia y el punto de vista de los personajes, y además -presumo- asume la voz callada de la propia autora. De tal narrador viene el encanto de esta novela de alto voltaje comunicativo, suave y amarga.