Luis Manuel Ruiz. Foto: Carlos Márquez

Premio Málaga de novela. Planeta. Barcelona, 2014. 303 páginas. 19 €

El jurado que premió esta novela de Luis Manuel Ruiz (Sevilla, 1970) no debió de sentirse tan desconcertado como los jurados de hace cuarenta años por encontrarse con una novela que mezcla el relato de intriga con diversas modalidades de la literatura hardboiled. Las cosas han cambiado mucho y no es necesario recordar modelos de literatura popular, ya que el cine y numerosas series televisivas exhiben continuamente ante el espectador crímenes sangrientos, cuerpos abiertos, vísceras en primer plano y torturas inimaginables. Temblad villanos no renuncia a estas truculencias y es también, como ya se adivina en el título, procedente del Capitán Trueno, un homenaje al cómic, hasta el punto de que algunas escenas, además de ciertos diálogos, recuerdan viñetas de conocidas historietas gráficas. El cómic se impone, además, en el trazado con ribetes humorísticos de algunos personajes de contextura casi sobrehumana por distintas razones, como el misterioso Mo Pardo -experto en lenguas exóticas, en jeroglifos y en códigos cifrados, cuya actuación es decisiva en la historia- o como el hiperbólico Tomás, hijo de la inspectora Esther Béjar, que, con tan sólo cuatro años (p. 99), construye modelos moleculares, lee libros de termodinámica, biología y astronomía y habla con una erudición propia de un premio Nobel.



Esther Béjar, trasladada a petición propia desde la jefatura de Madrid a la comisaría de Sevilla para distanciarse de un marido rechazable, se encuentra a su llegada con dos casos que desconciertan a los investigadores: el de un misterioso psicópata que corta el pie de sus víctimas y el brutal asesinato del contable de un restaurante, que pronto sugiere complejas derivaciones. Aunque se trata de delitos independientes, la inspectora acabará teniendo que enfrentarse a los dos, si bien la resolución del primero y el casual descubrimiento del culpable sea extraordinariamente convencional, mientras que el otro misterio conduce a escenas que recuerdan demasiado a episodios cinematográficos -la peripecia nocturna del cementerio, el encierro en la cámara frigorífica- y poseen, por ello, escasas posibilidades de sorprender al lector.



A cambio de ello, Ruiz se ha esmerado en la forma de la narración, desarrollada en un presente continuo que incita a seguir los hechos en el momento en que suceden, como si se tratase de una crónica, y apenas hay detalle que no se consigne -tal vez la información es a veces excesiva- en lo que se refiere a lugares, ambientes, indumentaria o al esbozo de algunos personajes, como la madre de Esther o el comisario Lago. Por otra parte, el deseo de enmarcar la historia narrada en la más rigurosa actualidad ha llevado al autor a mencionar datos y hechos coetáneos que ayudaran a situarla en el tiempo. No es el mejor procedimiento cuando estos elementos consisten en la mención de programas de televisión y de personajes o personajillos que figuran en ellos. Tales asideros "reales" tienen siempre fecha de caducidad. ¿Qué valor tendrán esos pasajes dentro de 25 años? La actualidad de una historia no se plasma mediante procedimientos tan frágiles y efímeros, sino haciendo que la época proyecte sobre cada página las ideas, hábitos y creencias de una comunidad.



Por lo demás, es obligado señalar algunos lunares idiomáticos, como el uso de "detentar" por ‘poseer, utilizar' ("la persona que detenta el paraguas es metódica", p. 11), usos erróneos ("vivo encima tuya", p. 63), concordancias falsas ("funcionarios o jubilados a quien nadie espera", p. 67) o construcciones pronominales incorrectas ("cuándo se dignará de nuevo a recorrer las calles", p. 162).