David Mitchell. Foto: J.M. Misis

Traducción de Víctor Úbeda. Duomo. 640 pp. 23'80 e.

David Mitchell (Southport, 1969) es un narrador importante por talento y ambición, pero también por seducción. Pocos autores me han divertido tanto, hasta el punto de que, cuando en la narración "El tremendo calvario de Timothy Cavendish", incluida en El atlas de las nubes, Mitchell hacía descender doce pisos a un crítico por el lado de fuera, yo me doblaba literalmente de la risa… Y luego me iba corriendo a escribirle una crítica. Por el lado de dentro y entusiasmado, claro. Ese título y sus Escritos fantasma son conjuntos de historias unidas de forma ingeniosa mediante un pulso narrativo fuerte, enérgico, sobre todo generoso. El pulso de un escritor que se lo pasa de cine y, mientras conversa cordialmente con Nabokov, te lleva de la prehistoria al futuro pasando por la Europa del XIX o el Tokio de hoy mismo. Y para los coolhunters, allí Mitchell citaba la física cuántica o la serendipia asumiendo un cartel vagamente posmoderno. Pero ese ropaje no era -no es- una alfombra bajo la que esconder carencias, sino una coartada para dar brincos con el entusiasmo de un niño.



Ahora se publica la traducción de su muy celebrada novela Mil otoños, que vuelve a firmar Víctor V. Úbeda. Y muchas voces advierten que Mitchell ha cambiado porque ha decidido adscribirse a un género concreto, la novela histórica, y a un período determinado, el arranque del XIX en Japón. En mi opinión, no hay tal: Mil otoños podría ser un capítulo alargado de El atlas de las nubes. Pero es que además, la novela sigue siendo un cóctel de cosas variadas que juega con descaro al pastiche. Más que entre géneros, entre subgéneros. A ratos parece una historia de amor que abraza desafiante y conscientemente tópicos archisabidos ("lo más tópico puede ser lo más profundo", razona un personaje del libro; a mí no me miren). A ratos, una novela de aventuras cercana a la ficción de multicine. Siempre, una novela histórica, pero política a veces, bélica o marinera otras.



Todo ello sirve para contarnos la vida de Jacob de Zoet, un escribano holandés que llega a Nagasaki en 1799 para obtener una fortuna que le permita casarse con su prometida Anna. Nuestro hombre asume la contabilidad de la factoría que la Compañía Holandesa de las Indias Orientales tiene en Deshima. Los problemas se multiplicarán muy pronto, así como los personajes que desfilan por estas páginas. Digamos, para abrir boca, que hay corrupción y una mujer hermosa de rostro desfigurado por una quemadura. Se llama Orito, es comadrona y estudia medicina. Y su destino puede ser aciago. Tirando de estos hilos, Mitchell construye una novela de epidermis reluciente cuyo esqueleto estructural funciona a la perfección. Dos pellizcos, sin embargo: tiene adiposidades y a veces revolotea el feo insecto del déjà vu disfrazado de parodia. Es posible que ambas cosas le resulten acogedoras a algún lector.



¿Cuál es el asunto nuclear de Mil otoños? Apunta maneras para ser una historia de amor, y no parece casual la elección del período recreado, con el capitalismo clásico a pleno rendimiento, la técnica mostrando su patita nihilista y un choque de civilizaciones resolviéndose a cañonazos a la espera de que Napoleón llame a la puerta. Pero si no hay más remedio que señalar un pálpito decisivo en el libro más allá del mero placer de contar una historia (a fin de cuentas "la barriga ansía comida [...], el corazón amor y la mente relatos"), éste sería, creo, la integridad. Hay dos escenas fundamentales: en una, alguien puede huir y decide no hacerlo para salvar una vida. En otra, dos individuos se muestran firmes frente a la muerte. La aventura no permite el cinismo, tiene que entregarse a alguna forma de honor.



Mitchell es un narrador y estilista consumado. En Mil otoños, escribe desde lo contemporáneo sin traicionar la época recreada más allá de lo verosímil; sabe introducir colores, olores y mercancías evitando la acumulación; y, sobre todo, logra dar ritmo a la trama, vida al diálogo y plasticidad a las acciones, esto último mediante pasajes que Félix de Azúa calificaría sin dudarlo de "cinematográficos". Y me gusta que la novela esté sutilmente atravesada por la presencia de gatos, esos animales que, según la siempre descarada Camille Paglia, "reconstruyen y habitan el primitivo mundo de las tinieblas" porque duermen hasta veinte horas de las veinticuatro que tiene un día. En conjunto, una novela notable.