Susana Fortes. Foto: Benito Pajares

Planeta. Barcelona, 2011. 285 páginas, 20 euros



Como tantos otros novelistas actuales, Susana Fortes (Pontevedra, 1969) se ha decidido a escribir una novela de misterio, con crímenes, policías y el casi inevitable periodista-investigador que, procedente del cine norteamericano, se ha instalado entre nosotros en el territorio de la ficción. El efecto de estos modelos, y también de algunos dechados literarios como El nombre de la rosa y sus múltiples derivaciones en torno a códices antiguos y libros secretos, ha sido devastador. Aquí, una estudiante gallega llamada Patricia Pálmer, aparece asesinada en el interior de la catedral de Santiago. Si el apellido resulta insólito, bastará recordar a la estudiante Laura Palmer, cuya misteriosa muerte era el eje de la serie televisiva Twin Peaks, creada en 1990 por David Lynch. Y si el nombre de pila de ambos personajes no coincide, puede añadirse que la joven periodista que en la novela colabora decisivamente para esclarecer los hechos se llama Laura Márquez. Hay también un asunto oscuro a propósito de un manuscrito de Prisciliano y de la secta de los priscialianistas. Y, para proporcionar la debida actualidad a la historia, la cuestión se complica con el problema de los vertidos tóxicos provocados por una poderosa empresa y de las estratagemas para ocultarlos.



Todo esto revela el designio comercial que ha presidido la composición de esta novela de entretenimiento sin demasiadas aspiraciones. Nada hay de malo en ello, y no puede extrañar que la intriga sorprenda poco ni que los personajes se ajusten a ciertos arquetipos reconocibles y reiterados del género. Sí se echa de menos, ya en el terreno del estilo narrativo, un lenguaje más elaborado, menos obediente a lugares comunes y expresiones triviales e inertes que se adivinan antes de aparecer: "en la profesión era todo un referente" (p. 22); "llamaba poderosamente su atención […] El tono áspero y vagamente acusatorio [...] parecía encerrar una amenaza en toda regla" (p. 27); "el circo mediático" (p. 33); "movió los hombros […] sin articular palabra" (p. 34); "se agarró a aquel asunto como a un clavo ardiendo. Cuando la procesión va por dentro [...] para salir del atolladero" (p. 47); "su mensaje caló tan hondo…" (p. 53); "las indagaciones [...] habían sido bastante ilustrativas de por dónde podían ir los tiros" (p. 158); "le había dado al periodista unas cuantas ideas de por dónde podían ir los tiros" (p. 162).



Hay, en efecto, demasiados tópicos expresivos que empobrecen el texto y anulan en parte las acertadas y precisas notas ambientales que recrean lugares de Santiago y de algunos parajes cercanos, donde residen las páginas mejores de la narración. Como afirmaba Valéry, escribir consiste en rehusar, en apartar los vocablos y giros que con mayor facilidad acuden a la pluma por ser los más fáciles, manidos y previsibles. En La huella del hereje falta esa pugna con el lenguaje que debe presidir la tarea de todo escritor, y no porque la autora carezca de facultades, sino porque tal vez ha pensado que ese idioma plano y sin sorpresas era el más adecuado a una novela de estas características.



Pero, como suele ocurrir, esta relajación de la necesaria vigilancia idiomática deja un resquicio para que se filtren algunos descuidos de otra índole: el falso femenino de "las miles de despedidas" (p. 46) o "las miles de detenciones" (p. 261), el uso de "presilla" (p. 165) por "pestillo", la afirmación según la cual el comisario, con un bolígrafo en la mano, "jugaba a encenderlo y apagarlo con cierta desazón" (p. 126), o la anotación de que el tren llega "en medio de una vaharada densa, profundamente ferroviaria" (p. 281), cuando lo ferroviario es lo que procede de las vías férreas, y el vaho de la locomotora no tiene en ellas su origen. Susana Fortes ha escrito -y bien en muchos momentos-, pero no ha rehusado lo suficiente.