José Antonio Marina

Ariel. Barcelona, 2018. 576 páginas. 19,90 €. Ebook: 12,99 €

Entre las decenas de libros ya publicados por el filósofo y pedagogo José Antonio Marina (Toledo, 1939), ninguno tiene un alcance semejante al que ahora comparte con el historiador Javier Rambaud. Lo que se proponen con esta obra es nada menos que redactar una biografía de la humanidad.



En medio de la aceleración de la información y el conocimiento científico de este milenio, también aparece la necesidad de alcanzar síntesis morales e intelectuales para intentar describir el colosal dinamismo de nuestra especie. Quizás esto explica el éxito de los nuevos grandes relatos, como el de Yuval Noah Harari, que también intentan contar la historia desde un punto de vista menos tribal.



Este ambicioso libro sugiere un esquema de la evolución cultural que es ya imposible separar de la evolución biológica

Se trata de un conjunto de visiones que manifiesta la sed no apagada de una interpretación global, pero también el agotamiento del humanismo tradicional y algunos de sus métodos clásicos. Por una parte, lo que llamábamos historia desdibuja substancialmente los bordes fijos que la separaban de la prehistoria, surgiendo en su lugar una historia profunda (“deep history”) que se extiende mucho más allá de supuestas fechas inaugurales o documentos escritos. Por otra parte, se hace patente que las humanidades ya no son capaces de abordar en solitario todo el ingente material humano, al menos sin el auxilio de las ciencias naturales. En esta nueva síntesis, que E.O. Wilson se atrevió a llamar consiliencia, se mueve esta obra.



No es casual que los autores se inspiren en el pensamiento de Darwin para sugerir un esquema de la evolución cultural que es ya imposible separar de la evolución biológica. Al igual que el algoritmo darwiniano intenta explicar por qué la naturaleza se modifica a lo largo del tiempo, el algoritmo cultural intenta explicar por qué evolucionan las culturas a lo largo de la profunda historia humana. Para Marina y Rambaud la cultura prolonga una fuerza impulsora de raíces biológicas, arraigada en una variedad limitada de deseos naturales o “necesidades básicas comunes a todos los humanos”: sobrevivir, aumentar el bienestar, vincularse socialmente y ampliar las posibilidades vitales.



El conjunto de soluciones “culturales” ofrecidas a este conjunto de problemas supuestamente comunes, sin embargo, a veces es tan abigarrado que parece conducir irremisiblemente al nihilismo o el relativismo cultural. Al fin y al cabo, entre el conjunto de “soluciones” culturales se encuentran también, rutinariamente, la tortura, la guerra, la esclavitud, los sacrificios humanos, o la carrera de armas nucleares. Sin embargo, para los autores existe una “felicidad objetiva” a la que los seres humanos pueden aspirar. La historia es algo más que un “espectáculo de desgracias” hegeliano; también es una suerte de “banco de pruebas de las soluciones morales que permite un aprendizaje ético” a largo plazo dirigido hacia “una mayor finura en la elección de valores y soluciones”.



Valores como los derechos individuales, el rechazo de las discriminaciones, la participación política o la resolución pacífica de los conflictos que estaríamos tentados a asociar con una minoría privilegiada y “whig” de la humanidad, pero que para los autores confluyen como líneas morales de convergencia: “Cuando los humanos se liberan de la ignorancia, del miedo y del odio al diferente, es decir, consiguen los bienes necesarios, buscan la información adecuada, cultivan el pensamiento crítico y fomentan la compasión, convergen hacia situaciones éticamente preferibles”.



La aspiración de acercarnos a una felicidad objetiva sigue siendo parte de un horizonte racional de vida
El asunto europeo está muy presente a lo largo del libro. Primero, para explicar lo que llaman “gran divergencia” entre nuestro continente y el resto. ¿Por qué un extremo occidental, durante siglos pobre e insignificante, acaba convirtiéndose en la rama dominante de la humanidad? El problema de por qué Europa conquistó el mundo, para decirlo como el historiador Philip T. Hoffman, sólo dispone de soluciones tentativas. Por otra parte, parece que, ahora, estamos inmersos en el problema opuesto: en el de la decadencia, ocaso y regresión de Europa.



A pesar de sus moderadas y sensatas objeciones a Steven Pinker, Marina y Rambaud se muestran como unos optimistas racionales europeos. La ascensión de Europa a la hegemonía mundial no se debe únicamente a la competencia darwiniana desplegada en los ámbitos comercial y militar, sino al discernimiento de mejores soluciones culturales: “Europa inventó soluciones aceptadas universalmente como las más adecuadas para conseguir la felicidad objetiva”; aunque también reconocen que Europa es la cuna del maquiavelismo, la razón de estado y el colonialismo. Una conclusión agridulce.



Quizás la explicación a esta mezcla de esplendor y horror es que estamos condenados a pedir más allá de lo que podemos conseguir. A menudo es difícil encontrar el camino de vuelta de las grandes utopías. Otro problema es que esos nichos cognitivos y culturales cada vez más inteligentes en los que vivimos se apartan más y más del entorno natural donde evolucionamos como especie, dando lugar a pintorescos “desajustes” evolutivos en muchos órdenes de la vida. A la vez, en una esfera política acechada por neopopulismos e irracionalismos de nuevo y viejo cuño, tenemos claro que no podemos renunciar a la empresa de la razón, a la lucha por la tolerancia y al reconocimiento universal del derecho. En resumen: la aspiración de acercarnos a una felicidad más objetiva, auxiliada por el conocimiento científico y humanista, sigue siendo todavía parte de un horizonte racional de vida.