Fundación Juan March

Página Indómita. Barcelona, 2017. 448 páginas, 24'90€

Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974) no es un politólogo sino un filósofo político. La diferencia entre ambos oficios es la misma que separa al interiorista del arquitecto. Arias es un académico cuya kantiana ambición es toda la que quepa en la consideración científica de la política. Su trabajo trasciende el corral patrio para dialogar con homólogos extranjeros sobre desafíos estructurales de la democracia occidental. Cabe resumirlos en uno: el giro afectivo que alienta en la emergencia de populismos, identitarismos y otros ismos primiseculares. Este libro es el acta más exhaustiva que se ha levantado sobre la sentimentalización de la política, y no solo porque conste de 71 páginas de aparato crítico.



El optimismo ilustrado ha sido desmentido por los últimos descubrimientos de la neurociencia (por si hiciera falta alguna prueba añadida al mar de sangre del siglo XX). No somos lo que los ilustrados creyeron que seríamos. En realidad nunca fuimos racionales. Somos sujetos postsoberanos en quienes la emoción suplanta sistemáticamente a la razón en la toma de decisiones. Cuando el establishment amenazado por el populismo de izquierdas o de derechas parece refugiarse en el despotismo ilustrado o cuestiona el sufragio universal, el autor propone partir de la aceptación de nuestra condición para mejorar la democracia sin sustituirla ni por el elitismo ni por la revolución.



Recorre el libro el espíritu y la letra de la gran tradición liberal, de Stuart Mill a Rorty, de Hayek a Popper, pasando por autores de hoy (la mayoría anglosajones) con algo interesante que citar. Arias es un anticastizo: no busquen aquí ortegajos ni dolores noventayochistas. Su liberalismo de médula filosófica no es apto para todos los públicos, porque el autor escatima celosamente el brindis al sol y el juicio efectista. Es la obra de un profesor cosmopolita y riguroso, interesado en la persuasión intelectual y no en el proselitismo ideológico, y tan obsesionado con el matiz como con el término preciso: se trata de anteponer el grado a la categoría excluyente. Abundan por ello los tecnicismos que a algunos lectores les pueden impacientar, aunque a Arias le gusta romper el registro técnico con expresiones coloquiales. Huye del enfoque sectorial y abraza la vocación enciclopédica: por estas páginas desfilan algunas de las últimas teorías en sociología, psicología, neurociencia, política, semiótica y antropología. Tiene algo de síntesis tomista del postsoberanismo.



El autor advierte contra la voluntad de poder romántica que desemboca en la ingeniería social -son preferibles las campañas del paternalismo libertario-, pero rescata el capitalismo del error weberiano para entroncarlo con el hedonismo, que también puede ser una emoción de progreso. Alerta contra la utopía a la que todo se sacrifica, en palabras de Aron: "El espíritu revolucionario se nutre de la ignorancia del porvenir: Marx se cuidó mucho de describir la sociedad socialista". Razona la superioridad liberal, porque se puede ser austero en un sistema consumista pero no se puede ser consumista bajo la austeridad planificada. Estudia la ambivalencia de pasiones políticas como el resentimiento, que activa la búsqueda de la igualdad pero también de la revancha que late en "los yacimientos de cólera del populismo".



La democracia actual es una contienda por la influencia y no es la razón la que más influye. De la democracia vocal hemos pasado a la ocular, pero el voyeur es esclavo de quien se ofrece a su mirada, no al revés. De ahí las disfunciones que crean las pantallas y las redes, con su pulsión vetocrática, impaciente, que no deja trabajar a las élites elegidas. El liberalismo se encuentra en desventaja propagandística respecto del populismo porque no puede ser caliente: se funda en la desconfianza del poder retenido en manos humanas. Arias postula un ciudadano ideal: el ironista melancólico, que solo concibe como valor innegociable el propio marco democrático, que es un metavalor que ampara el conflicto de todos los demás.



Sabe que esta actitud tan montaigneana quizá no sea de este mundo, pero también que la emoción, como vio Sartre, no puede pensarse a sí misma. De ahí la vigencia imbatible de la razón, que mantiene viva la promesa ilustrada, navegando entre el emotivismo y el hiperracionalismo, hacia las orillas de una mayor autoconciencia. Un libro, como dijo Javier Gomá en su presentación, del que sale uno más civilizado.



@JorgeBustos1