Samuel Johnson

Prólogo de Gonzalo Torné. Traducción de G. Torné, Antonio J. Rodríguez y Ernestro Castro. Galaxia Gutenberg, 2015 . 580 páginas, 27'50E

Definimos la sensación que deja la lectura de Samuel Johnson como admiración intelectual en estado puro. Contemplar el espectáculo de una mente capaz de igualarse a los autores que reseña -y esos autores son Shakespeare o Milton-, incluso de señalar ¡sus fallos! con autoridad y convicción, es un placer no apto ciertamente para consumidores de novedades de aeropuerto, pero desde luego representa un acontecimiento editorial para los amantes de la literatura. Y cuando decimos literatura, decimos el pináculo anglosajón del canon occidental.



Precisamente haber leído antes a Harold Bloom -con Borges el discípulo más famoso del Doctor inmortalizado por Boswell- depara la certeza de una noble genealogía que arranca en nuestro autor y que, hilando cumbres como Hazlitt, Wilson o Connolly, llega hasta Bloom y George Steiner para avalar la canonización de la crítica literaria como una de las bellas artes. Decía Steiner que cuando un crítico mira hacia atrás contempla la sombra de un eunuco; pero si el que mira es Samuel Johnson, más bien descubre el alargado reflejo de un semental. Un gigante no ya de la ilustración dieciochesca sino de la de todos los tiempos.



Pero que nadie se asuste. Porque precisamente no es el menor logro de Gonzalo Torné, al cuidado de esta edición, el haber entregado un Johnson que no solo se lee con amenidad, sino que envejece y avergüenza la prosa de los críticos actuales por comparación. Johnson instituyó el modelo de crítica impresionista que Sainte-Beuve llevaría a su más puntiaguda perfección, pero en el maestro escocés aún no encontramos el capricho y la venalidad que llevaron a titular al francés uno de sus crueles ejercicios de taxidermia literaria como Mis venenos. Al contrario: Johnson pontifica, pero pontifica siempre imbuido de un sentido moral bien argumentado amén de confesional, y de un alto sentido de la responsabilidad estética, consciente de que sus juicios podían destruir a un escritor para siempre. Claro que si es capaz de censurar el zascandil gusto de Shakespeare por los juegos de palabras, o reprobar la aridez abstracta del Paraíso Perdido ("Nadie jamás lo deseó más extenso de lo que ya es"), o de acusar a Swift de "instruir sin persuadir", no queremos imaginar la brutalidad que podría desplegar contra los autores de nuestro tiempo.



La preceptiva johnsoniana antepone el sentido al sonido y el provecho conceptual a las "lentejuelas del ingenio". En esto es inflexible, lo que no significa que no sepa discernir cuándo un poeta logra la excelencia formal y cuándo su verso "circula pero no fluye". Su máxima: censurar con respeto y elogiar con precisión. Su estudio shakesperiano fijó para la posteridad la concepción del bardo de Stratford como gran intérprete sin mediaciones de la naturaleza humana, y sus Vidas de poetas sentaron las bases del modelo "vida y obra de" que llegan (o llegaban) hasta nuestros libros de texto. En la indagación vital se muestra indulgente con las miserias privadas de los autores ("Parecía ser de la opinión, no muy infrecuente en el mundo, de que necesitar dinero es necesitarlo todo", dice para subrayar la tacañería de un gran poeta) y ditirámbico cuando la ocasión lo merece: "De todos los homeros de Homero, Milton es el que menos le debe". Y siempre es sutil, elegante, claro, profundamente instructivo.



Johnson es el extremo opuesto de la cita con alfileres: es la erudición metabolizada, regurgitada incluso. Pero si se le lee con placer es porque, como apunta Torné en el prólogo, no tuvo más remedio que ser él mismo un formidable estilista, que quiere decir un obseso de la expresividad: comprendemos el estilo de Dryden cuando Johnson lo comprara a un "campo abierto" por oposición al "césped rasurado" de Pope. Es verdad que a veces incurre en contradicciones, como le afeaba Eliot, a veces incluso hablando de un mismo autor; pero no podemos evitar sentir que tiene razón en la tesis y en la antítesis. Este poder es privativo del genio sapiencial, que intercala sentencias de mármol sin afectación y jamás cede al lugar común: "donde la verdad es suficiente para llenar la mente, la ficción es peor que inútil" (ahí se encierra un manual de estilo para el reportero). El lector goza al asistir por ejemplo a su desmantelamiento quirúrgico de la doctrina (romántica avant la lettre) de la "pasión dominante". Este sereno tono de ensayo general sobre ética y estética prima en la última parte del volumen, la que corresponde a sus artículos de fondo en prensa, de una fineza memorable.



El Doctor escribió convencido de que "quien refina el gusto del lector debe considerarse un benefactor público". En nuestros digitalizados días, un héroe.