Destrucción del Segundo Templo de Jerusalén por Robert Davis (s.XIX)

Traducción de Juan Rabasseda Gascón. Debate. Barcelona, 2015. 592 páginas, 34'90€

De generación en generación -l'dor va dor, como dice la Biblia, en hebreo- aparece un historiador que lega al mundo el enésimo tocho sobre la historia de los judíos. Hace 41 años, un joven catedrático de Historia en Cambridge, Simon Schama, accedió a completar uno de dichos trabajos, que el gran historiador británico judío Cecil Roth había dejado inconcluso a su muerte. Schama lo intentó, de verdad que lo hizo, pero "por alguna razón, el injerto no agarraba", como escribe en el prólogo de La historia de los judíos.



Ahora sabemos por qué: Roth era un escritor espléndido con un conocimiento enciclopédico de una amplia gama de campos, pero escribía la historia desde arriba, registrando las hazañas de grandes hombres involucrados en grandes acontecimientos; en cambio, Schama escribe la historia desde abajo, y desde el centro, y desde otros ángulos inesperados, resucitando a personajes anónimos, hace tiempo olvidados, y analizando las fuerzas sociales y culturales que configuraron las vidas de sus protagonistas. Los enfoques que dan a la historia Roth y Schama distan como mínimo dos generaciones, y el de Schama es más asequible (al menos para esta lectora). Aunque su libro, que acaba en el siglo XV, está destinado a formar parte de un trabajo de dos volúmenes lo bastante grueso como para mantener abierta una puerta monumental, no resulta pesado en absoluto.



Tanto en La historia de los judíos como en el documental de la BBC que completa el proyecto, Schama elude con inteligencia el gran arco narrativo para acercarse a los detalles -un fragmento de papiro, el mosaico de una sinagoga, un mapamundi ilustrado-, que ofrecen anécdotas reveladoras. Comenzamos hace dos milenios y medio con Shelomam, mercenario judío al servicio del rey de Persia destacado en una colonia judía de Elefantina, una isla del Alto Nilo, cuyo padre le escribe para aconsejarle que cobre una paga atrasada; y acabamos en torno al 1500 con Abraham Zacuto, un rabino astrónomo cuyo Almanaque perpetuo del movimiento de los cuerpos celestiales, extraordinariamente preciso, guió a Cristóbal Colón y Vasco da Gama en sus expediciones. Sin embargo, vemos al propio Zacuto en el mar, a la deriva, como uno de las decenas de miles de judíos españoles y portugueses expulsados y forzados a abandonar la península Ibérica desde 1492. Tras ser capturado dos veces por los piratas, Zacuto consigue llegar a Túnez, donde, huelga decirlo, escribe su propia historia de los judíos. El de Zacuto es un libro extraño, un batiburrillo de verdad y leyenda sobre los patriarcas, los sabios y sus propios contemporáneos, que se parece menos a una historia que al "encuentro de un alma judía perdida con las generaciones en ebullición", en palabras de un Schama que, aunque escribe historia, podemos ver muy implicado.



La mayor parte del libro celebra la tesis principal del autor: los judíos no fueron el pueblo devotísimo y aislado por voluntad propia en que lo convirtieron las diatribas cristianas y la investigación de finales del siglo XIX y principios del XX, dominada por la teología. Antes al contrario: desde el comienzo de su historia conocida, y durante siglos, los judíos se mezclaron con cananeos, egipcios, babilonios, persas, griegos, romanos, árabes premusulmanes y europeos cristianos. Solo cuando los cristianos y los musulmanes se volvieron contra ellos y los señalaron -humillándolos y, en el caso de los cristianos, sometiéndolos a insultos y grotescas matanzas-, los judíos empezaron a retirarse o a ser empujados hacia sus propios círculos aislados.



Durante los siglos VI y V a.C., por ejemplo, los colonos judíos en Elefantina prosperaron junto a sus vecinos egipcios. Los judíos de Elefantina construyeron su templo en honor a Yavé justo enfrente del templo egipcio a Jnum (aunque, técnicamente, la Biblia les prohibía construir templos fuera de Jerusalén). Aquello les costó a los soldados y sus familias las represalias de sus superiores de Jerusalén, que desaprobaban el alto grado de matrimonios interraciales en Elefantina y su laxa observación de la Pascua Judía; sin embargo, Schama se muestra fascinado por su urbanidad relajada. Como "tantas otras sociedades judías establecidas en medio de los gentiles", escribe, el judaísmo de Elefantina "era mundano, cosmopolita, vernáculo (arameo), no hebreo, obsesionado con la ley y la propiedad, marcado por una mentalidad crematística, pendiente de las modas, muy preocupado por las posibilidades de contraer o disolver matrimonios, por cuidar a los hijos, por las sutilezas de las jerarquías sociales y por los alicientes y las obligaciones del calendario ritual judío. Y no parece que fuera muy erudito".



Schama es un judío eminentemente laico que ha dedicado el grueso de su carrera a la historia no judía, y quizá sea ese el motivo por el que disfrute presumiendo de que los judíos eran heterodoxos y sincréticos y abrazaron las culturas extranjeras (persa, helénica, andaluza) que los absorbieron por conquista, el exilio o atrayéndolos hacia sus prósperas ciudades. Schama escribe con suma vivacidad sobre el hibridismo resultante, y afirma que en Jerusalén se construyeron "casas y villas de unas dimensiones y un esplendor sorprendentes" de la era helénica de los asmoneos, "en las que había amplias habitaciones decoradas con pinturas al fresco. Junto al cáliz se enredan las uvas, se extienden los lirios y se apiñan las granadas".



Entre los siglos III y VI, mientras los rabinos codificaban las leyes estrictas que acabarían en el Mishná, la primera capa del Talmud, las congregaciones decoraban sus sinagogas con mosaicos de estilo grecorromano. Para los suelos de tus templos, los artistas judíos dibujaban bestiarios, iconografía religiosa y montones de retratos. Los mejores, según Schama, son las cuatro bellezas temperamentales que personifican las estaciones y nos observan desde el suelo de una sinagoga de Séforis, ciudad de Galilea. "Aquello no era prueba de un carácter retrógrado", explica Schama. La iconoclasia del judaísmo temprano tenía en el punto de mira la representación de los ídolos, que no de los animales decorativos y las "chicas de calendario", como llama el autor a las jóvenes. Schama señala que, desde los primeros días en que existen registros, y ya bien entrada la Edad Media, las judías ejercían mucho más poder político y económico del que las historias prefeministas o el judaísmo ortodoxo contemporáneo nos podrían hacer creer. En Elefantina, "la señora" Mibtaías tenía una casa para cada uno de sus tres esposos, e incluso se divorció de uno. Milenios más tarde, las "mujeres de Asquenaz", como las llama Schama (es decir, del norte de Europa judío), tenían propiedades, defendían sus causas en los tribunales, dirigían las oraciones de otras mujeres, gestionaban los negocios de sus maridos e incluso hacían de banqueras. Los cruzados asesinos y los aristócratas oprimidos por sus deudas con los judíos solían poner en el punto de mira a este tipo de mujeres (y a sus homólogos masculinos). Schama cuenta las historias de las prestamistas Doulcea, Poulceline y Licoricia: a la primera la hicieron pedazos en una calle de Worms, Alemania; la segunda murió en la hoguera en la plaza mayor de Blois, Francia; y la tercera fue encerrada en la Torre de Londres por el rey de Inglaterra. Más tarde, un asaltante anónimo la mataría a puñaladas.



El relato de Schama sobre el pluralismo judío no se puede tildar de anacrónico o sesgado, pues se vale de conocimientos que se remontan medio siglo y han demolido el estereotipo del judío postexilio, descontextualizado de su lugar y su tiempo. No obstante, un historiador sinóptico de los judíos no tiene más remedio que abordar la pregunta milenaria sobre cómo lograron conservar su religión y su identidad intactas tras la destrucción de dos templos, múltiples exilios, repetidos intentos de conversión y exterminación, y el mero paso del tiempo. Schama también tiene una teoría para eso, y aunque resulta más familiar que muchas otras de sus teorías, la dota de su considerable capacidad de valoración cultural. La respuesta es la Palabra, el Libro, o Torá, que empezó a leerse en voz alta cada semana tras el regreso del Exilio a Babilonia en el siglo VI a.C., y que funcionaba como "historia, ley, sabiduría, canto poético, profecía, consuelo y consejo fortificador que podía ser llevada de un sitio a otro".



En las cuatro décadas que han transcurrido desde que Schama intentara abordar por primera vez la historia judía, su estudio ha salido de los seminarios y los departamentos diminutos para convertirse en una empresa colectiva extraordinariamente fértil, entre otras cosas porque tenía a mano muchas ideas erróneas, teñidas de matices religiosos o abiertamente antisemitas, que desacreditar. Se podría pensar que la tarea de sintetizar la información disponible es más compleja actualmente de lo que era antaño, pero Schama lo ha logrado, con una gran carga valorativa y elegancia literaria, cumpliendo con su deuda con Roth y ocupando su propio lugar entre las generaciones.