Allan Sillitoe

Traducción de Ana Belén Fletes. Impedimenta. Madrid, 2014. 352 páginas, 22'70 euros

Los buenos ensayos invitan a reflexionar y estas memorias autobiográficas del escritor inglés Alan Sillitoe (1928-2010) lo consiguen sin duda alguna. Ejemplifican cómo la cultura en su acepción más clásica permite al hombre ser uno mismo, no el esclavo cultural del hábito, de una determinada galaxia ideológica, de un periódico y sus suplementos, o de los gustos artísticos y demandas sociales de una generación. El libro muestra cómo su autor se hizo un intelectual que poseía una mente independiente y después un escritor famoso. Comienza relatando sus orígenes humildes, con un padre "que parecía tener la inteligencia de un niño de diez años en el cuerpo de un animal" (pág. 13), que creció en la parte pobre, casi miserable, de la sociedad.



Las desventajas de nacer en una cuna modesta fueron compensadas por la naturaleza con una mente despierta, apta para el estudio. Así, durante los años de juventud trabajópara aportar dinero al sustento familiar, pues su padre, un común obrero, estaba casi siempre en paro, y, posteriormente, durante la guerra, de radiotelegrafista, forjando su carácter en la escuela del trabajo duro. Una constante en su vida es el gusto por la lectura. Comenzará leyendo con avidez las obras de Dumas y de Víctor Hugo, sus geniales textos El conde de Montecristo y Los miserables, que han hecho recrear en el corazón de millones de personas las pasiones humanas, hasta los mejores filósofos alemanes y novelistas europeos o los grandes poetas del siglo XX.



Otro hecho crucial en su vida fue que las Fuerzas Aéreas, en las que estaba alistado, le destinaron durante la guerra a Malasia, donde contrajo la tuberculosis, teniendo que ser repatriado. Confinado a la inactividad en la cama de un hospital, cayó en una profunda depresión, pero por fortuna la lectura le ayudaría a recobrarse y el reposo forzado le permitió dedicar su tiempo a escribir y a leer. El efecto curativo de las artes, tan denostado por muchos, evidencia en esta circunstancia concreta su valor terapéutico.



El camino hacia la gloria literaria sin ninguna armadura social, una buena familia o escuelas privadas, tampoco resultó un cómodo paseo. La sociedad inglesa se rige, entonces y hoy, por una insoslayable meritocracia de origen hereditario. Sillitoe tuvo que luchar para abrirse camino en el mundo, y desde luego en ámbito editorial y de las letras. Su voluntad rompió los moldes establecidos por la desigualdad social, y al fin logró colarse por ese estrecho resquicio que abre la democracia a quien busca el triunfo con tesón. Al salir del hospital pasará un tiempo en casa de sus padres, escribiendo. Enseguida, y como tantos artistas ingleses de su tiempo, marchó al extranjero buscando un clima benigno y la aventura, pues se podía vivir en el continente europeo con poco dinero. Una modesta pensión concedida por su condición pulmonar le decide a abandonar su país con su ropa, unos libros, y la ilusión de vivir literaturizando las experiencias vividas.



Se trasladó a Francia, y luego a España, donde vivió una parte decisiva de su vida, concretamente en la isla de Mallorca. Allí redactaría varias de las novelas, cuentos y poemas, que luego le harían conocido. Fueron años de estrecheces, que compartió con la poetisa Ruth Fainlight, de quien se enamoraría, y que luego le acompañaría durante media vida.Los años cincuenta los pasaron en Mallorca y fueron muy productivos, aunque el éxito editorial no acontecerá hasta su regreso a Inglaterra, y gracias en gran medida a La soledad del corredor de fondo (1960), una colección de nueve cuentos extraordinarios donde relata las dificultades de ser uno mismo en la sociedad del medio siglo, cuando los ingleses tenían que acostumbrarse a rehacer su mundo tras dos guerras devastadoras. La versión cinematográfica del libro selló su fama.



El texto rebosa de reflexiones que dan esperanzas al lector pesimista ante la literatura que triunfaba por entonces, despojada de conciencias autoriales que ilusionaran por su originalidad. "Ahora sabía que uno no escribe lo que la sociedad quiere o los editores esperan, sino lo que la verdad de propia experiencia determina" (pág. 283). Lo que la sociedad quiere suele ser más de lo mismo. Y concluye con una reflexión que define la riqueza ética de un escritor de verdad: Un "autor no tiene ninguna oportunidad de lograr nada salvo que su integridad proteja su talento" (pág. 286).