Manuel Cruz. Foto: Iñaki Andrés

Premio Jovellanos de Ensayo. Ediciones Nobel. Oviedo, 2012. 252 páginas, 19'95 euros

A lo que parece, cada época propicia, y aún exige, unos determinados temas que convierte finalmente en protagonistas privilegiados de sus esfuerzos intelectuales. Se diría que algunos rasgos del presente -la incertidumbre generalizada, el ascenso de la violencia, la sospecha de la caducidad irremediable de algunos de nuestros proyectos utópicos, la abrasadora conciencia de que "todo lo sólido se desvanece en el aire", la cada vez más evidente imposibilidad de que las crecientes demandas sociales sean satisfechas por el sistema y la agobiante precarización de la vida de la mayoría- están llevando a científicos sociales, filósofos, novelistas, periodistas e incluso poetas a centrarse en la ontología de ese mismo presente, o lo que es igual, en la práctica activa de la filosofía, en elmás amplio sentido, como etnología interna de nuestra cultura y de nuestra racionalidad. En la búsqueda, en fin, de un diagnóstico multifocal del presente.



Entre los rasgos más llamativos de ese presente figuraría, según Manuel Cruz (Barcelona, 1951), que lleva ya mucho tiempo unido a este empeño, "el abandono del pasado". Y con él, el descrédito de la memoria y de la misma historia, que estaría dejando de ser lo que siempre fue: una reflexión capaz tanto de iluminar nuestro presente como de alumbrar nuestro futuro. Una tesis pesimista que parece estar imponiéndose, por cierto, en muy diversos medios. El últimamente tan citado Zygmunt Bauman, por ejemplo, acaba de abundar en ella: "Vivimos en una época en la que los viejos paradigmas han dejado de funcionar antes de que estuviese listo el nuevo mundo". Tras un proceso de transformación profunda de la relación que el individuo ha mantenido tradicionalmente con su propio mundo y su culminación en nuestra conversión en una "segunda naturaleza" incapaz de entenderse a sí misma, el presente parece, pues, "engullirlo todo". Con la obvia consecuencia, tras nuestra inserción en ese lugar vacío que sería el presente, sin identidad, categorías ni discurso alguno con el que medirnos con lo real, un genuino "no lugar", en fin, de la imposibilidad en que nos encontramos de mantener una relación productiva tanto con nuestra historia como con el porvenir. Algo impensable, claro es, tras el actual hundimiento de todo "horizonte de expectativas" digno de ese nombre. El ángel de la historia habría perdido, en fin, todo protagonismo en este desierto nuestro poblado por meras estatuas de sal, por meros "fragmentos de materia inerte incorporados a lo real".



Un diagnóstico pesimista, pues. Y brillantemente razonado, como es siempre el caso de Cruz. Es sin duda cierto, desde luego, que entre las patologías de cierta "modernidad" figura la ruptura con toda herencia cultural. Y, sin embargo, no parece posible, frente a lo sostenido por los fascinados por el presentismo, prescindir del dato básico, que Cruz conoce muy bien, de que ni el abandono del pasado ni la desatención al futuro nos resultan realmente posibles, toda vez que somos, cada uno de nosotros, en algún sentido radical, una singular intersección de pasado, presente y futuro. ¿Cómo ignorar, en fin, que la memoria, necesaria para la propia existencia histórica del hombre, es irrenunciable, toda vez que garantiza la preexistencia de un mundo común y da fe de la realidad de una continuidad que trasciende el espacio de vida intelectual de cada generación, a la vez que absorbe los nuevos orígenes y se nutre de ellos?



Igual cabría decir a propósito de otros supuestos del diagnóstico de Cruz, no tan obvios como a simple vista podría parecer. Por ejemplo, el de la pérdida de toda fe en el progreso. O el del hundimiento del ideal ilustrado. La crítica del progreso no es, desde luego, cosa nueva. Y no parece que fueran hoy muchos los que aceptaran que frente a las luchas y confrontaciones que llenan nuestro mundo, bastaría, para su resolución, con recurrir a un aumento del grado de objetividad científica, eficacia técnica y rentabilidad económica. Ahora bien, si como progreso entendemos desarrollo o crecimiento, la cosa varía. No hay hoy, en efecto, fuerza política importante que renuncie a él. Otra cosa son los debates sobre el modelo, claro es.



De este incitante libro, merecedor del Premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2012 caben por último varias lecturas. Por nuestra parte preferiríamos asumirlo como una aportación positiva al actual combate a favor de una recepción crítica de la historia y de la memoria como materia última de la identidad humana.