Miguel Morey. Foto: Archivo

Galaxia Gutenberg/Circulo de Lectores, 2012. 338 páginas. 21 euros

El primer interrogante que plantean estas páginas deslumbrantes es el de su género: ¿ensayo, narración más o menos novelesca, monólogo interior, poesía en prosa o tal vez ficción resuelta con gran fuerza poética? Que tal cuestión acucie al lector es cosa que no deja de tener su lógica: en tales clasificaciones y simplificaciones fue educado nuestro gusto literario. O, si se prefiere, nuestro sentido del orden. Y, sin embargo, el reconocimiento del carácter borroso de las tradicionales líneas de demarcación entre los géneros parece que va imponiéndose con fuerza inexorable. De ahí tal vez la tentación, no menos actual, de situar, frente a un texto dado, el foco analítico en otro sitio: en la intensidad, por ejemplo. O en la diseminación. O en el peso y poso de las ideas. O en la creatividad lingüística. O en la interacción, más o menos sabia, más o menos controlada, entre historia y vida. O, en fin, en la fuerza de lo entregado, como fue y sigue siendo, por ejemplo, el caso, a propósito de algunos panfletos históricamente decisivos.



Aceptado el eclipse de los géneros formalmente compactos, o su disolución en un producto nuevo, de límites versátiles y arenosos, cabría situar, no sin las debidas cautelas, esta nueva entrega de Miguel Morey (Barcelona, 1950) en el territorio mestizo y difícilmente agotable de la novela filosófica o intelectual que en su día cultivaron entre nosotros con maestría Unamuno, Valle, Azorín o Pérez de Ayala. De ser ese el caso, nuestro autor habría llevado el empeño a su probable culminación.



En esta obra audaz se dan cita dos relatos, digámoslo así, polifónicos y tentaculares -"Camino de Santiago", publicado originalmente en l987 y caracterizado por su autor como un "esperpento", y otro nuevo, de gran envergadura y posibilidades de lectura, "Hotel Finisterre", que da nombre al volumen y es presentado como un "cuento griego"-, que narran, cada uno a su modo, una experiencia límite, la de vivir desnudo en el vacío sin más arma que la rememoración. Dos relatos en los que narrador y actor se funden en uno solo que es, ante todo, un superviviente condenado a buscarse en vano una y otra vez. Condenado, además, a hacerlo entre el sueño y la vigilia, entre la indiferencia y el desasosiego, entre la tentación del cinismo y el mordisco del desánimo.



Pero el lector recibe con estos textos algo más que el informe de dos viajes singulares, el uno a Santiago por razones profesionales -impartir una conferencia en un congreso de intelectuales "representativos"-, el otro a los márgenes de una civilización pretérita que nuestra tradición, nacida de ella, convirtió en canónica. Porque los viajes que el actor/narrador revive y recrea -y muchas veces, fantasea- son, en realidad, ramificaciones de un único gran viaje iniciático hacia la lucidez final y el anonadamiento a través del autoanálisis y la rememoración. Y a través, también, de una experiencia vital inseparable de los grandes sueños alentados por su generación, la del París en llamas y de la gran cólera, la generación de Mayo del 68, que culminaría en la revelación última de que lo que en realidad había bajo los adoquines no era precisamente la playa. Y de que más allá de ese peregrinaje -que lo fue también a través del agitado final de la Dictadura franquista y de las ilusiones de la Transición- solo cabía ya una cosa: sobrevivir. Y hacerlo lejos de todo sueño de redención. Aunque en realidad se tratara de una experiencia modulada por la nostalgia del Origen, por la nostalgia de ser, de habitar el Mundo lejos de un in-mundo que nos obliga a asistir a la transformación del agora en mercado como lugar de la envilecida verdad. Una nostalgia, en fin, que nuestro autor/narrador alimenta en su hondón con materiales procedentes de su propia historia, pero también de la cultura del fin de siglo, básicamente Nietzsche, pero también Kafka, Beckett o Handke.



En Hotel Finisterre el viaje lo es a un pasado hecho también carne y vida propias. Pero esta vez desde la forzada duermevela en un hospital tras un grave accidente que obliga a nuestro actor/narrador a soñar, tendido en la oscuridad, entre fugaces vislumbres y un obligado autoabismamiento. Puesto todo entre paréntesis el peregrino tiene que reponerse, debe repensar y repetirse lo que le diferencia y constituye: nombre, casa, pertenencias, herederos… Debe convertir en autoconocimiento lo que late tras las oscuras y caóticas imágenes que le acosan, sin llegar a conseguirlo. Finalmente, la tensión entre la presencia intensa de su finalmente encontrado modelo vital y moral, Diógenes, ofician de instrumentos creadores, con al trasfondo de Troya, de un vasto mapa de la vida y sus trampantojos. De una vida habitada, además, por los "últimos hombres".