"¿Cómo me van a divertir a mí las tres novelas de la guerra carlista que escribió Valle-Inclán, que pasan en el País Vasco sin haber estado el autor en él?", pregunta Pío Baroja en sus Memorias. Y lo justifica: "Cuando veo que entre los guerrilleros de Santa Cruz (todos o casi todos guipuzcoanos) el escritor habla de viñadores (en Guipúzcoa no hay una viña), de gente que corre al borde las acequias (no hay una acequia), de viejas montadas en burros (no se ve una), con los refajos sobre la cabeza (no he visto ninguna), de curas con galgos (no hay un galgo), etcétera". Para Baroja, el ciclo histórico valleinclanesco que componen Los cruzados de la causa (publicado en entregas entre noviembre y diciembre de 1908), El resplandor de la hoguera (enero y mayo de 1909) y Gerifaltes de antaño (agosto y noviembre de 1909) contiene errores de bulto.

El reproche de Baroja es idéntico al que, en otro momento de esas mismas Memorias, dirige a Galdós: en Valle no hay trabajo de campo, sino solo de biblioteca. Las novelas de la guerra carlista, al menos las ambientadas en territorio vasco-navarro (no incluimos, pues, Los cruzados, que tiene lugar en Galicia), con esas viejas sobre burros y esas acequias… no le divierten. ¿Por qué? No están bien documentadas. 

Yo he visitado Estella en busca de la Estella de Valle-Inclán y he visitado una de sus dos referencias allí. Dos son los lugares concretos que menciona. El primero se trata de la iglesia de San Juan. Aunque el edificio neoclásico, limpio, luminoso, es la cosa menos valleinclanesca del mundo, me he sentado atrás en un banco de madera, en la semipenumbra, y he escuchado la letanía monótona de unas señoras que rezaban más adelante:

"Santa María, madre de Dios,

ruega por nosotros, pecadores, ahora

y en la hora de nuestra muerte.

¡Amén!"

Esto último me ha sumergido en la atmósfera propicia: la emoción, no sé si contemplativa o aventurera, de lo irreal. A la anterior consideración, Baroja agrega un juicio que suena a concesión: "Valle-Inclán era en esto especialista, en historias fantásticas que acomodaba al tiempo". En efecto, cualquier lector advierte que la Navarra del escritor gallego es fantástica, construida por asociaciones vagarosas y venerables con lo remoto, con lo sublime. Estella es, para Valle, una "ciudad santa" y el rey pretendiente de la Tercera Guerra Carlista, Carlos VII, un rey de cronicón arcaico; los cruzados de la causa de 1873-1876 son Aquiles y la aldeana que se resigna es el santo Job. 

Iglesia de San Juan

Ahora que el sello Alba ha publicado La guerra carlista, con las novelas mentadas y dos cuentos más, Una tertulia de antaño (abril de 1909) y La corte de Estella (enero de 1910), uno puede pasearse por Estella en busca de rastros valleinclanescos, a sabiendas de que éste no quiso ser un realista. No obstante, como señala Ignacio Echevarría en la introducción al volumen, nuestro autor era un investigador erudito de aquellas guerras (comentario aparte merecería el tema de su adscripción al tradicionalismo, estudiado, por ejemplo, por Margarita Santos Zas). O sea, por un lado, este Valle es antiesperpéntico: peralta a los personajes hasta el mito; todos sus espacios exhalan algo de ensoñación. Por otro lado, está el concienzudo autor documentalista: si uno se fija, estas novelas están sembradas de datos, fechas y acontecimientos históricos.

¿Y qué hay, diría Baroja, de la Navarra real, sin acequias, de la Estella real, sin curas con galgo? Pues bien, yo he visitado estos días la Estella de los mapas con la convicción de que la que pintó Valle es más bien como Rivendel, la ciudad de los elfos de El señor de los anillos. Pero, ¿visitó Valle la inspiradora Estella? Sí y no. Es decir, escribió sobre Estella antes y después de estar allí. ¿Y hay alguna diferencia? Ya veremos. 

Aquel viaje de 1909 con el amigo Argamasilla

La mayor parte de las referencias de los errores de los que se quejaba Baroja más arriba proceden de Gerifaltes: pues bien, este es el único título entre las novelas que, precisamente, Valle escribió tras pisar Navarra e investigar sobre terreno, en 1909.

Gerifaltes se centra en el indómito cura Santa Cruz, que comanda las partidas de los sublevados, como El resplandor se centra en el oficial también carlista Miquelo Egoscué: son dos espléndidos dramas montunos, y los lugares, una aldea, un hayedo, no parecen fáciles de identificar (se habla de Otaín, de San Pedro de Olaz, del Palacio de Redín).

Y después queda Estella. Fue la capital de la España carlista en la Primera Guerra y en la Tercera, desde el 24 de agosto de 1874 hasta el 19 de febrero de 1876. Sobre esta pequeña y encantadora ciudad del río Ega, Valle escribió en 1905 la Sonata de invierno, años antes de visitar la ciudad, y después el mencionado relato de 1910. La Sonata, ambientada bajo aguaceros y nevadas, es una intriga de senectud del marqués de Bradomín a las órdenes del pretendiente, y cuenta un turbio lance amoroso. Ahí encontramos las dos referencias reales de Valle: la mentada iglesia y otra (no lo digo por generar algo de intriga, lector). Estas perviven en el relato breve La corte de Estella

En mi visita a Estella he encontrado la ciudad con gigantes y hadas, muy al propósito de mi visita documental. En la Semana Medieval (24-30 de julio), he encontrado demonios, pintados de rojo, y cuentacuentos, junto con zancudos, en la Plaza de Santiago y la Plaza de la Coronación. Me he dirigido entre estas gentes, animadas por ese espíritu medievalista, trovadoresco, titiritero, que también encandilaba a Valle. Después, estaban, además, los peregrinos del Camino de Santiago, que arribaban, cansados, desde Pamplona. 

La Semana Medieval en Estrella

Vayamos a fines de junio de 1909. El 26 de junio el Diario de Navarra se hacía eco de la llegada del gran hombre a la región: "Después de pasar un día en Pamplona salieron anteayer con dirección a Estella el conocido novelista don Ramón del Valle-Inclán y nuestro distinguido amigo y paisano don Joaquín Argamasilla de la Cerda". En efecto, éste, el marqués de Santacara, fue el guía de aquel en su primer viaje (volvería muchas veces) por las tierras del legendario cura Santa Cruz. En compañía de Argamasilla y de otros amigos, Valle-Inclán recorrió Navarra, de la Ribera a los Pirineos, de Aoiz a Estella, de Tudela a Roncesvalles, pasando por Pamplona, Burguete, Roncal y Lumbier.

También en la prensa navarra, el amigo de Ramón, alias "Garcilaso", escribió: "Viene Valle-Inclán a Pamplona, a Navarra, para respirar el ambiente de aquellos días de lucha épica en Estella y en Lacar, en Montejurra y en Montemuro…". En esta introducción para la editorial Alba, Echevarría señala que, tras la serie de excursiones, el autor no continuó escribiendo una cuarta novela carlista, tal y como había proyectado. Éste agrega una consideración interesante: "Cabe especular con la posibilidad de que ese viaje sembrara en él [Valle] una creciente desazón, derivada del acusado contraste entre la realidad y lo imaginado". 

Rey sol

La ciudad del río Ega que aparece en Sonata de invierno y La corte de Estella está cargada de esa cualidad de lo antediluviano-venerable que sabe transmitir Valle a lo que describe. La Estella de Valle es numen y épica. Hoy, a julio de 2023, he encontrado peregrinos jacobeos y he encontrado titiriteros, y aún demonios cativos, pero no he encontrado un rey como el de Valle. El rey Carlos VII es el sol que reparte su prestigio por el entorno que lo acoge. En La corte de Estella, el mozo Cara de Plata (personaje procedente de sus Comedias bárbaras) asegura al protagonista Pedro Soulinake, emigrado polaco, que en su vida hay un antes y un después tras ver al rey. En la Sonata, Bradomín recuerda:

"Llegué a la Corte de Estella, huyendo, disfrazado […]. Las campanas de San Juan tocaban anunciando la misa del Rey, y quise oírla todavía con el polvo del camino en acción de gracias por haber salvado la vida. Entré en la iglesia cuando ya el sacerdote estaba en el altar. […] la figura prócer del Señor, que se destacaba en medio de su séquito, admirable de gallardía y de nobleza, como un rey de los antiguos tiempos". 

La plaza está "encharcada, desierta, sepulcral". Hay que admitir que el Bradomín de Valle, aunque ducho en lances amorosos y orgulloso como un auténtico aristócrata, carece del sentido de la orientación: "Me perdí varias veces en las calles, donde sólo hallé una beata a quien preguntar el camino"; y añade: "Anochecido ya, llegué a la Casa del Rey" Ahora bien, si la plaza a la que se refiere es la Plaza de los Fueros y la Casa del Rey está, según uno puede comprobar, en la Plaza de los Fueros… parece que Bradomín se extravió por no se sabe dónde. 

Las buenas labores del chocolatero Torres

Entre zancudos y titiriteros, en medio de una algarabía estival muy notable, he comprobado que la Casa del Rey (donde Bradomín visita al "Señor" y a su mujer doña Margarita, y a sus hijos) está justo enfrente de la mentada iglesia de San Juan, donde comienza el marqués esa historia y yo, la letanía. Pregunté a un veterano que estaba sentado en una terraza y me replicó:

-Sí, la casa es mía.

El caballero señaló a una placa de piedra en la fachada de un bloque de la plaza. Leí: "Residencia de D. Carlos de Borbón durante la última guerra carlista. S. XIX" Además, en ese balcón leí una banda de tela, que recordaba todo el atrezzo medieval de toda Estella, donde ponía: "Bombones Torres".

-¿Es usted Torres?

-Sí, señor- replicó, sin albergar dudas, mirándome a través de sus lentes- Tuve que poner esa placa porque la anterior me la robaron- añadió. 

Además de vender rocas del Puy (chocolate con avellana), el concernido señor Torres se ocupa de orientarnos: ¿qué haríamos sin esa indicación los pobres diablos que, pese al estilo de Valle y pese a los avisos de Baroja, acudimos a Estella para ensayar una ruta valleinclanesca? ¡Lector, se trata de la segunda y última localización prometida! Hay que reconocer que, sin esta aportación del dueño de Bombones Torres, el artículo habría quedado algo cojo: la residencia real y la iglesia neoclásica son mis únicas referencias.

Placa de "Residencia de Carlos IV de Borbón durante la última Guerra Carlista"

En La corte de Estella, Carlos VII es también un "Joven Carlo Magno". En el texto de 1910, Estella sigue siendo algo inasequible, indocumentable, como las emociones de una letanía en la penumbra o de un cuento de infancia. El conde Soulinake dice "aquí [los liberales] todos parecéis viejos de cien años, con el corazón lleno de arrugas, y allá [carlistas] todos parecen mancebos encendidos y fuertes". Cuando éste penetra en la indómita Estella con una carta de recomendación para el mítico Joaquín Elio y Ezpeleta, general en jefe de los ejércitos del Norte, se diría que la realidad entera se transmuda: es, efectivamente, el Rivendel tolkieniano. Leamos:

"Se oía el clamor de las cornetas y el vuelo de las campanas, goteaban lentamente los aleros de las casas, rezumaban humedad las piedras […]. Al entrar en una plaza grande, donde había una iglesia, tocaron las cornetas la marcha real. […] Hallaba por primera vez algo que respondía a la leyenda de España. ¡Aquella era la tierra preñada de sentimientos antiguos y grandes!".

Yo diría que Soulinake es como Bradomín, que en la Sonata que nos ocupa consideraba, famosamente: "Yo hallé siempre más bella la majestad caída que sentada en el trono, y fui defensor de la tradición por estética. El carlismo tiene para mí el encanto solemne de las grandes catedrales". Esta estética no es sólo de lo pasado, es también la estética romántica de lo difuso. Lo mismo da que la iglesia de San Juan (inacabada cuando la Tercera Guerra, recentísima cuando Valle) obedezca menos a los propósitos estilísticos del autor. Los templos de San Miguel, San Pedro de la Rúa, por no hablar de la iglesia del Santo Sepulcro, se amoldan infinitamente mejor a los principios góticos de Valle, pero lo mismo da.

El biógrafo Manuel Alberca revela que, en la visita a la capital del legitimismo de junio de 1909, nuestro escritor pasó horas escuchando, emocionadísimo, a los veteranos de la guerra en el Círculo Tradicionalista de la ciudad. Mucho más que la cruda imagen, son los relatos y cantares, las trompetas y las letanías, los que propician esta estética de lo difuso, engolada y genial, sin duda indiferente de acequias, de galgos y de otros verismos.