La palabra “imperio” ocupa un lugar particular en el léxico estadounidense: se aplica con facilidad a otros países, pero nunca, o rara vez, al propio Estados Unidos. Incluso en la primavera de 2003, cuando las fuerzas estadounidenses ocupaban Irak y Afganistán y los funcionarios gubernamentales redactaban memorandos sobre la tortura, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld pareció casi ofendido cuando un periodista le preguntó si Estados Unidos estaba empeñado en algo similar a la “construcción de un imperio”. “No somos imperialistas”, recalcó Rumsfeld. “Nunca lo hemos sido. No puedo imaginarme siquiera por qué hace esa pregunta”.

Cómo ocultar un imperio

Daniel Immerwahr

Traducción de Luisa Rodríguez Capitán Swing, 2023. 600 páginas. 28 €

Puede que el tono de incredulidad agraviada fuera un poco exagerado, pero el sentimiento de Rumsfeld encajaba perfectamente con la visión de su país que prefieren muchos estadounidenses: la de una república nacida de una revolución, necesariamente hostil al dominio imperial.

Esta imagen es “consoladora, pero también tiene un alto coste”, asegura Daniel Immerwahr en Cómo ocultar un imperio. “En diferentes épocas, los habitantes del imperio de Estados Unidos han sido víctimas de fusilamientos y bombardeos, han pasado hambre y se les ha internado, torturado y sometido a experimentos. Lo que en general no han sido es vistos”. Incluso hoy en día, apenas la mitad de los estadounidenses sabe que los puertorriqueños son compatriotas suyos.

Los detractores de la política exterior de Estados Unidos llevan tiempo acusando al país de imperialismo en un sentido general –de intromisión e intimidación, de empezar guerras y de instigar golpes de Estado–, pero Immerwahr (1980), historiador de la Universidad del Noroeste, quiere llamar la atención sobre el territorio real, sobre las islas y los archipiélagos dejados a un lado demasiado a menudo en el imaginario nacional.

Durante décadas, los eruditos han investigado el colonialismo estadounidense en lugares como Filipinas y Puerto Rico. Immerwahr parte de sus estudios para impulsar un giro en la característica perspectiva “continental” de la historia estadounidense, y muestra que el “imperio territorial” no ha sido solo una aberración, sino también una parte inseparable de la urdimbre del país.

Irónico, ameno y a menudo sorprendente, este libro está cargado de explotación y violencia

Calificar este libro sobresaliente de correctivo haría que pareciera solemne y lapidario, cuando en realidad es irónico, ameno, y a menudo sorprendente. Su autor es consciente de que el material que presenta es serio y está cargado de explotación y violencia, pero también sabe cómo contar una historia y poner de relieve el espacio a menudo absurdo que se abrió entre las ambiciones expansionistas y el amor propio ingenuo.

Immerwahr divide la historia en tres fases. La primera es el periodo de expansión hacia el oeste del siglo XIX, que incluye la expulsión forzosa de los nativos americanos de sus tierras, autorizada por el presidente Andrew Jackson. A mediados de siglo comenzó también la segunda fase, cuando Estados Unidos empezó a fijarse en atractivos pedazos de tierra fuera del continente, entre ellos pequeñas islas del Caribe y el Pacífico.

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Se trataba de lugares rocosos, áridos y despoblados. Lo que ofrecían en abundancia era excrementos de ave ricos en nitrógeno, perfectos para remediar el “agotamiento del suelo” de un país en rápida industrialización. La Ley de las Islas Guaneras de 1856 decretaba que cada vez que un ciudadano estadounidense encontrara guano en una isla deshabitada sin reclamar, “esa isla, roca o cayo podrá ser considerada, a discreción del presidente, perteneciente a Estados Unidos”.

“Era una palabra oscura, ‘perteneciente’”, escribe el autor. Parecía indicar una incomodidad, o al menos, la apariencia de tal. Muy pronto los escrúpulos oficiales se desvanecieron. Theodor Roosevelt, por entonces subsecretario de Marina de William McKinley, emprendió la guerra hispano-estadounidense de 1898 con el celo que cabía esperar de alguien que llevaba consigo un libro titulado La superioridad anglosajona.

'Cómo ocultar un imperio' pone de relieve el espacio a menudo absurdo que se abrió entre las ambiciones expansionistas y el amor propio ingenuo

Immerwahr dedica varios capítulos a las siguientes cinco décadas, en las que Estados Unidos se anexionó Puerto Rico y Filipinas aplastando con brutalidad los movimientos de independencia, torturando a los rebeldes filipinos y dando a los facultativos del continente verdadera carta blanca para utilizar Puerto Rico como un laboratorio médico. Visto a través de la lente del autor, incluso los hechos históricos más conocidos pueden adquirir un cariz sorprendente.

Por ejemplo, la Segunda Guerra Mundial en Filipinas: en referencia a la mortífera combinación de bombardeos estadounidenses y matanzas de civiles a manos de los japoneses, el historiador considera que el conflicto bélico representó “con mucho el acontecimiento más destructivo que jamás haya tenido lugar en suelo estadounidense”.

El papel que desempeñó el racismo en las adquisiciones coloniales fue evidente, aunque a veces aparentemente contrario a la lógica. Mientras los imperialistas hablaban a menudo de “civilizar” a los “salvajes”, algunos de los más ardientes antiimperialistas del siglo XIX eran supremacistas blancos.

El autor extiende el relato hasta nuestros días, y analiza la decisión estadounidense de ceder territorio después de la Segunda Guerra Mundial, algo que califica de “prácticamente sin precedentes”, ya que, al fin y al cabo, los países victoriosos solían hacer lo contrario. Pero este “crepúsculo del imperio formal” no fue producto tan solo del altruismo estadounidense. Los avances tecnológicos debilitaron la conexión entre poder y tierras. La gran excepción, por supuesto, ha sido el petróleo, “la materia prima que más ha tentado a los políticos a volver a la vieja lógica del imperio”.

Daniel Immerwahr. Foto: Capitán Swing

Lo que tiene Estados Unidos ahora es un “imperio puntillista”: motas de tierra esparcidas por todo el mundo que han servido como bases militares y de operaciones, centros de detención y lugares de tortura. (Estados Unidos tiene 800 bases en el extranjero, mientras que Rusia tiene nueve). Si Theodore Roosevelt fue el intrépido emblema del imperio formal del país, Herbert Hoover representó el giro hacia la globalización, la estandarización y la logística.

Prueba de la notable aptitud de Immerwahr para la narración es que los capítulos sobre la búsqueda de roscas de tornillo estandarizadas por parte de Hoover me mantuvieran pegada al libro, preguntándome qué iba a pasar a continuación.

Pero, más allá de su recopilación de anécdotas y secretos, este libro y su humanidad ofrecen algo más grande y profundo. Cómo ocultar un imperio combina hábilmente la amplitud y el alcance con una minuciosa atención al detalle. El resultado es una historia provocadora y absorbente de Estados Unidos “no como aparece en las fantasías del país, sino como es en realidad”.

© The New York Times Book Review. Traducción: News Clips