Los chicos de la NickelColson Whitehead

Traducción de Luis Murillo Fort. Literatura Random House. Barcelona, 2020. 224 páginas. 19,90 E. Ebook: 9,99 E

La historia era de dominio público desde hacía décadas, pero hasta 2014 Colson Whitehead (Nueva York, 1969) no encontró la inspiración para su obsesiva y obsesionante nueva novela, Los chicos de la Nickel. Como explica en los agradecimientos, se enteró por el Tampa Bay Times de que un grupo de alumnos de Arqueología de la Universidad del Sur de Florida estaba excavando e intentando identificar los restos de estudiantes torturados, violados y mutilados antes de ser enterrados en un cementerio secreto en la escuela estatal para niños Dozier, en Florida. El reinado de terror de la Dozier, que se prolongó más de un siglo, no llegó a su fin hasta 2011, y aún después de que esta novela entrase en imprenta se seguían descubriendo tumbas. 

En Los chicos de la Nickel, la casa de los horrores es la Academia Nickel de Eleanor, Florida. El descubrimiento de un cementerio clandestino supone un inconveniente tanto para una inmobiliaria como para el fiscal del Estado, que creía cerrada su investigación sobre los malos tratos en la academia. “Ese lugar maldito tenía que ser arrasado, eliminado por completo y borrado de la historia. Todo el mundo estaba de acuerdo en que debería haberse hecho hacía mucho tiempo”, escribe Whitehead. Al fin y al cabo, en eso consiste la idiosincrasia estadounidense: en reconocer (generalmente) el pecado original del esclavismo; admitir (a veces) los crímenes sistemáticos cometidos contra los afroamericanos; aplaudir los atisbos de esperanza (las decisiones del Tribunal Supremo, las leyes proderechos civiles, un presidente “posracial”); y seguir como si nada hasta que la siguiente conflagración lleve a emprender un nuevo “diálogo nacional sobre la raza”.

Si el único propósito de Whitehead hubiese sido arrojar una luz implacable sobre un capítulo del terrorismo racial censurado en la crónica estadounidense, habría sido mérito suficiente. Lo que el autor lleva a cabo en esta novela representa un reto aún mayor. Si bien la raza y su intersección con el mito estadounidense han alimentado su ficción desde su debut con La intuicionista (1998), recientemente ha publicado varias novelas históricas que ofrecen un relato épico de la propensión del país a reconocer de boquilla su pecado original mientras se muestra incapaz de afrontar su horror

En esta novela Whitehead no sólo arroja una luz implacable sobre el terrorismo racial, sino que expone la incapacidad de la sociedad para enfrentarlo

Con sus poco más de 200 páginas, Los chicos de la Nickel es aún más breve y no menos demoledora que El ferrocarril subterráneo (2017). Al igual que Cora, su protagonista, Elwood Curtis, el héroe adolescente de Los chicos…, fue abandonado por su madre en su infancia, dejándolo en manos de su abuela Harriet, mujer de la limpieza en un hotel de Tallahassee. El padre de Harriet “murió en la cárcel después de que una señora blanca del centro lo acusase de no cederle el paso en la acera”, y su marido fue asesinado.

En nuestro primer encuentro con el chico abandonado, es un diligente alumno de último curso en un instituto segregado. Elwood, al que todos consideran “inteligente, trabajador, un orgullo para su raza”, protagoniza la obra de teatro que los estudiantes representan el Día de la Emancipación. El chico encarna el personaje de Thomas Jackson, “el hombre que informa a los esclavos de Tallahassee de que son libres”, y se aferra a la ilusión de que el “mundo libre” también está a su alcance. Aunque en su casa no hay televisor, cae bajo la “lujosa influencia de la revista Life” en el estanco en el que trabaja después de clase, disfrutando de las fotos del auge del movimiento a favor de los derechos civiles y escucha sin parar los sermones en el único disco que tiene, Martin Luther King en la colina de Sión, un regalo de Navidad que guarda como un tesoro. Sin embargo, Elwood es enviado a Nickel antes de que acabe la secundaria, por el crimen de ir en coche (como pasajero) siendo negro.

Oficialmente, Nickel no es una cárcel sino un reformatorio en el que a los reclusos “se les denomina estudiantes, en vez de presos, para distinguirlos de los delincuentes violentos”. Poco importa. Como descubre Elwood, “los delincuentes violentos formaban parte del personal”. Trevor Nickel, que se convirtió en director de la escuela en la época de la Segunda Guerra Mundial con “el mandato de reformar”, consiguió el trabajo por haber sobresalido en las reuniones del Ku Klux Klan con sus “discursos improvisados sobre la mejora moral y el valor del trabajo”.

En Nickel también viven chicos blancos, tratados con la misma crueldad si bien se les reparte un rancho algo mejor. Lo que los chicos de ambas razas tienen en común es un combate de boxeo anual de negros contra blancos. Y una cosa más: la llamada Casa Blanca, un antiguo cobertizo de trabajo en el que el guardián de la escuela “administraba justicia” empleando sin piedad una correa de casi un metro de largo llamada Belleza Negra. Otros castigos aún más crueles se aplicaban “en la parte de atrás”, la última parada antes de las tumbas sin marcar.

Un escritor como Whitehead, que cuestiona la autocomplaciente suposición de que comprendemos lo que sucedió en nuestro pasado, rara vez ha resultado más esencial

La de Elwood es una historia de esclavitud tanto como lo era la de Cora. Whitehead la narra con la misma pródiga insistencia en presentar la violencia que en su novela anterior, y con la misma obstinada negativa a proporcionar vías de escape a sus personajes o a sus lectores. Mientras que los benefactores blancos de Cora podían ofrecerle, a lo sumo, un refugio transitorio de las incesantes crueldades, en el noroeste de Florida no hay ningún Atticus Finch cabalgando al rescate. Una vez más, los personajes en busca de la quimera de la libertad tienen que huir de los sabuesos humanos homicidas a través de un laberinto infinito de obstáculos monstruosos. Una vez más, Whitehead salta adelante y atrás en el tiempo, a veces a una escena de relativa esperanza, para acabar haciendo añicos la ilusión con un nuevo cambio de marcha cronológico que da al traste con cualquier pensamiento de que estas historias puedan encontrar jamás un lugar tranquilo donde descansar, por no hablar de un final, y mucho menos de uno feliz.

La elasticidad del tiempo en Los chicos de la Nickel parece tan natural que solo al acabar el libro se aprecia plenamente que su recorrido abarca gran parte del siglo pasado, así como del actual. Entretanto, el autor ejecuta con éxito un brillante juego de manos que eleva el mero hecho de resucitar la historia enterrada de Elwood a milagro y tragedia al mismo tiempo. Whitehead se bate también con las palabras de Martin Luther King, tan firmemente implantadas en Elwood y, sin embargo, imposibles de conciliar con la realidad de las leyes de segregación: “Manda a tus encapuchados perpetradores de violencia a nuestras comunidades pasada la medianoche […] déjanos medio muertos, y seguiremos amándote”. ¿Puede ser verdad que “el odio no puede expulsar al odio, que solo el amor puede hacerlo”? “Qué pregunta”, no puede evitar pensar Elwood. “Qué cosa tan imposible”.

Los chicos de la Nickel ofrece su propia estremecedora respuesta a este enigma. No desvelaré nada si digo que el largo arco histórico trazado por el autor en estos dos libros, que va aproximadamente desde 1820 hasta 2014, sigue incompleto. A escasos 100 kilómetros del lugar en el que los estudiantes de Arqueología de la Universidad del Sur de Florida excavaban los muertos olvidados de la Escuela Dozier, una voz gritaba “¡Disparad contra ellos!” cuando salió el tema de los emigrantes de la frontera mexicana durante un mitin celebrado en mayo. “Solo aquí se puede decir una cosa así sin que tenga consecuencias”, respondía el presidente Trump, arrancando las risas y los vítores de la multitud de adoradores blancos. Pero la verdad es que también en otros lugares de Estados Unidos se puede disparar contra ellos, y no solo retóricamente, sin que tenga consecuencias.

La sentencia de Faulkner según la cual el pasado “no es ni siquiera pasado” nunca ha resultado tan insuficiente como ahora. Un escritor como Whitehead, que cuestiona la autocomplaciente suposición de que comprendemos lo que sucedió en nuestro pasado, rara vez ha resultado más esencial.

© New York Times Book Review

Traducción: News Clips