Una de las primeras acciones en mi rutina diaria es ojear/leer el New York Times y hoy me he topado con la inesperada noticia del fallecimiento de Harold Bloom, quien me brindó su amistad, me abrió las puertas de su casa, y fue mi guía –junto a Harry Levin- en mis primeros pasos como profesor de literatura. Desconozco el número de volúmenes que llevan su firma, centenares, sin duda, a tenor de la pared forrada con sus libros en el despacho que ocupaba en la universidad de Yale. Libros que forman ya parte de la historia crítica literaria mundial como A Map of Misreading (1975), el primero que cayó en mis manos; The Anxiety of Influence: A Theory of Poetry (1973), seguida años más tarde por Ruin the Sacred TruthsPoetry and Belief from the Bible to the Present  (1989), y The Book of J. (1990), estas tres últimas obras debieran ser lectura obligatoria para cualquier profesor de literatura más allá de sus gustos o preferencias críticas y literarias.

Pero muy probablemente Bloom no sea recordado por ninguno de los títulos mencionados, sino por su The Western Canon: The Books and School of the Ages (1994). Pasé aquel año de 1994 como profesor visitante en Harvard; Bloom me invitaba muchos fines de semana a su casa de New Haven -invitación que lógicamente aceptaba con gusto- y tuve la suerte de presenciar y vivir de primera mano la reacción de mi mentor ante las críticas, en el sentido neutro del término, que su libro produjo. Al profesor le llamaba la atención que gran parte de la crítica se centrara en el listado final de obras que él consideraba fundamentales en las distintas literaturas nacionales. Tal listado, según me confesó, había surgido en el último momento y de forma un tanto casual, cuando el libro ya estaba concluido y a sugerencia del editor. Elaborar el listado no le había llevado más de un día, y únicamente recurrió a su memoria, para recordar los libros que más le habían impresionado entre los que había leído. Si pudiera retroceder en el tiempo, me confesaba, eliminaría definitivamente los listados porque únicamente habían creado polémica y nadie los había tomado como una guía de lo que para él eran lecturas fundamentales, lo que en último término era su intención.

Cuando el libro se publicó en España la reacción en algunos medios de comunicación siguió la habitual pauta de escudriñar la lista de autores en español, con ausencias como Leopoldo Alas, “Clarín”; tales lagunas se debían a que tan solo mencionó autores que hubiera leído, sin dejarse guiar por ningún otro condicionante que no fuera su propio conocimiento de primera mano. Jane, su adorable esposa, sugirió que realizáramos una entrevista para los hispano-hablantes, y así lo hicimos, la única condición que impuso Bloom fue que yo debía actuar como el más implacable abogado del diablo. La entrevista se publicó en el ABC Cultural, y compruebo con agrado que está accesible en internet.

Espero que los lectores de estas líneas sepan disculpar mi arrogancia al haber sucumbido a la tentación del recuerdo y la añoranza en unos momentos tristes para quien firma este escrito.

Lo importante respecto al legado de Bloom es hasta qué punto su doctrina reivindicando a los grandes clásicos con Shakespeare a la cabeza sigue siendo válida. Indudablemente estamos asistiendo a unos momentos en los que el revisionismo, ya sea sociológico, educativo, histórico, o literario impone sus reglas: Cristobal Colón ya no es el legendario héroe que amplió el conocimiento de la humanidad sino el tirano responsable de la muerte de millones de personas; la cultura judeo-cristiana no ha forjado nuestro carácter sino que ha impuesto a sangre y fuego sus normas en el mundo; es más importante saber dónde nace el Najerilla que situar el Amazonas en el mapa; la eco-crítica feminista rige los principios de selección para la buena literatura mundial… y precisamente por eso la figura, las ideas de Bloom resultan fundamentales. En alguna ocasión he escuchado a algún colega reivindicar, como yo lo hago, el legado de Harold Bloom responsabilizando al postmoderismo, bajo cuyos criterios parece destilarse que “todo vale”, del afán revisionista. Discrepo de tal principio, aún más, considero necesario el revisionismo con lógica, criterio, y sin afán revanchista. El profesor Paul Lauter, el gran nombre del revisionismo literario y antítesis intelectual de los postulados de Bloom, respeta y entiende al profesor de Yale, su discrepancia tendría más que ver con la supremacía intelectual y artística que confiere Bloom a unos autores en detrimento de otros. Tampoco ha ayudado mucho la etiqueta de “La escuela del resentimiento” que acuñó Bloom para caracterizar, calificar si se prefiere, a sus “enemigos”. En cualquier caso uno sospecha que en ocasiones es el afán de protagonismo proponiendo nuevas vías interpretativas, lo que ha guiado a sus detractores. “Un profesor que considerara a Faulkner autor irrepetible no tendría repercusión alguna. Si por el contrario dice que está sobrevalorado, todos le preguntarán por qué y tendrá su momento de gloria”, la reflexión se la escuché en cierta ocasión a Arthur Miller y no le faltaba razón.

En The Anxiety of Influence parecía proponer Bloom que la buena literatura no es sino un continuo diálogo entre escritores de distintas épocas, y que en último extremo la pretensión última de estos grandes nombres –Chaucer, Shakespeare, Cervantes… Lorca, W. Stevens…- ha sido “influir” en la percepción que sus lectores contemporáneos tienen de autores anteriores. El ejemplo más obvio sería James Joyce y Homero. Amado y odiado; venerado y maldito; admirado y denigrado… Harold Bloom, capaz de citar de memoria a todo Shakespeare desde los 20 años, ha sido una mente prodigiosa comparable por su trascendencia en los estudios literarios norteamericanos a Vernon L. Parrington, Perry Miller, o F. O. Matthiessen. El tiempo, al que el aludía como gran juez que pone a cada uno en su sitio, dirá si estaba o no en lo cierto.