Carlos Catena Cózar

Premio Hiperión. Hiperión, 2019. 66 páginas. 10 €

Catena (Torres de Albánchez, Jaén, 1995) ganó (ex aequo) con este libro, el primero de los suyos, la 34ª edición del Premio Hiperión. Su juventud es clave para entender su contenido, una suerte de nueva poesía social (que nada tiene que ver con la de mediados del siglo pasado) donde se analiza el presente, precario en lo laboral, de su generación. Como esto es poesía, de ahí la diferencia, es en el territorio del lenguaje donde se resuelve el asunto. Él lo usa con soltura y naturalidad, sin usar mayúsculas ni signos de puntuación, y en una sucesión de poemas que vienen a ser fragmentos de un discurso infernal basado en el fracaso (“no puede escribir sobre el fracaso / quien no ha bajado al infierno”), el pesimismo existencial y la desesperanza. Parece que el futuro ya pasó para el personaje poético que encarna estos poemas. Para eso se sirve de la ironía y del humor, un sentido capital en esta frustrante panorámica donde la lucidez sobresale sin remedio. Por sus versos, sujetos a un ritmo sugestivo, desfilan una abuela jornalera con clara conciencia política que confía en el valor del trabajo, un padre con visa (“en el extranjero una transferencia bancaria / es el único abrazo que mi padre puede darme”) o una madre que, si enfermara, se vería obligada a vivir en el extranjero con sus hijos emigrantes.

Se ratifica que “la mayor hazaña del hombre moderno / es cotizar hasta jubilarse”; se fantasea con el suicidio literario de un hermano; se afirma, a propósito del espinoso tema de la libertad, que “no todo lo que acontece sin consentimiento es malo / es así que todos nacemos”; se parafrasea al beat Allen Ginsberg: “he visto las mejores mentes de mi generación / destruidas por un contrato basura”; se celebra la enfermedad, porque remite al cariño y a la infancia; se enumeran bienaventuranzas (“bienaventurado el dinero porque compra cosas”, “bienaventurado internet porque existe”, “bienaventurado el poema porque se lee rápido”, “bienaventurado el tiempo porque pasa”, etc.); se conversa con Ricardo, el único amigo de infancia que es solvente, propietario de un Mercedes, al que al cabo pregunta “cómo vamos a aguantar / los cuarenta años de trabajo que nos quedan / hasta jubilarnos”; se reivindica la lengua materna en un poema dedicado a la madre del protagonista, traductor de profesión, que empieza: “límpiame la lengua (madre) / porque hoy he venido a hablar contigo” y termina: “he venido solo para hablar contigo”; se critica la líquida realidad en la que naufragamos (“toda esta abundancia / todo este éxito / tan poca vida”).

Se habla de tristeza y de aviones y de que “el patriotismo es de los expatriados”: “no sé explicar un país ni tampoco una patria”; y del “ahí fuera” (“luchamos tanto tiempo con el ahí fuera”) y el “aquí dentro” (“acabar con las afueras nos dejó también / sin un aquí dentro donde esperar a salvo”); de que, como tantos, “he empezado a construir mi casa en el extranjero / un terreno en una ciudad irlandesa donde el sol / ocurre solo en el margen de los días festivos”, porque “lo que importa de verdad ocurrió siempre / tan lejos de los días hábiles”… El romanticismo o un atardecer de Hopper, pone por caso.

todo es para mejor

me digo siempre

es el mantra alrededor de la herida

bálsamo y agua oxigenada

repito la unción hasta que ya no

sale el pus de la carne

lo susurro muy fuerte

cuando me dejan en leído

en cada insomnio en cada revés

accidente en el tráfico o en el relieve

lo susurro muy fuerte pero

qué es lo que nos aguarda

por qué ha de merecernos

todo es para mejor pero todo

esto que acontece ahora

es lo único que tenemos