Octavio Paz. Foto: Begoña Rivas

El poeta Andrés Sánchez Robayna ensaya un pefil forzosamente múltiple de Octavio Paz en el cruce de caminos entre la poesía y el ensayo breve en el que el mexicano da "su verdadera medida".

Un perfil de Octavio Paz -incluso un perfil tan sucinto como este- ha de ser por fuerza un perfil múltiple, como esos lienzos de Francis Picabia poblados por figuras diversas que, a pesar de superponerse y, a veces, confundirse, resultan al cabo perfectamente reconocibles. El trazo primero o primario es la poesía. Paz fue ante todo, esencial e irrenunciablemente, un poeta. Desde Luna silvestre (1933) hasta Carta de creencia (1987), tuvo una fe invariable en lo que llamó “la otra voz” del ser, el “espejo de la fraternidad cósmica”, el lenguaje del amor, la rebelión y la revelación. Había publicado su primer poema, “Cabellera”, en 1931, a sus diecisiete años, y con más de ochenta seguía defendiendo ardientemente la poesía no sólo como “vuelo y caída” a un tiempo, sino también como antídoto de la técnica y del mercado. En la Escuela Nacional Preparatoria (cuyo recuerdo, muchos años después, daría lugar al poema “Nocturno de San Ildefonso”: “sol hecho tiempo, / tiempo hecho piedra, / piedra hecha cuerpo. // El muchacho que camina por este poema /entre San Ildefonso y el Zócalo, / es el hombre que lo escribe”) tuvo entre sus profesores a Samuel Ramos y a Julio Torri, a José Gorostiza y a Carlos Pellicer, magisterio que prolongaron, fuera de las aulas, Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia. En la Universidad Nacional empezó luego estudios de derecho, que no completó: prefirió entregarse a la acción, encarnar el deseo. Como poeta, según reconocía él mismo, maduró un poco tarde. Consideraba su “verdadero” primer libro Libertad bajo palabra (1949). La segunda edición de éste incorporaba ya, sin embargo, uno de los puntos más altos de su obra, Piedra de sol. A partir de ahí se sucederían libros capitales, desde Salamandra hasta El mono gramático, desde Blanco hasta Pasado en claro. Se trata de una poesía de pensamiento, en la acepción de Pessoa: “lo que en mí siente está pensando”; de pensamiento apasionado, se entiende, en el que pesan tanto Donne y Quevedo como Mallarmé y Breton; a ello se añade el influjo oriental, profundizado en los años en que residió en la India (1962-1968), donde aprendió, entre otras muchas cosas, que el tiempo padece “hambre de encarnación”. Ya en ese momento era Paz autor de una obra ensayística de extraordinario relieve: libros como El laberinto de la soledad (1950) o El arco y la lira (1956) lo situaban no sólo entre los mejores ensayistas hispánicos sino también entre los más sugestivos de la segunda mitad del siglo XX. Le atrajeron el arte, la antropología, la artesanía, la ciencia, la política, la historia. Habrá quien destaque libros como los dedicados a Marcel Duchamp (1968) o a Sor Juana Inés de la Cruz (1982); subrayaré, por mi parte, que es en el ensayo breve donde Paz da, a mi juicio, su verdadera medida, especialmente en los de Corriente alterna (1967), escritos en uno de los períodos más brillantes de su obra: verlo reflexionar sobre el nihilismo o las drogas, el cine, el ateísmo, el budismo, la revolución, es una “invitación al viaje” como pocas obras ensayísticas pueden hoy, en rigor, proponer. Un ensayismo que provoca en el lector, según Marc Fumaroli, “el efecto de un Montaigne moderno”. Aunque siempre pensó que su “verdadero primer ensayo” fue el titulado Distancia y cercanía de Marcel Proust (1939), Paz ya había puesto desde mucho antes las bases de su “método” intelectual: la intuición y la autodiscusión, el diálogo consigo mismo, algo que le haría escribir con toda lucidez, en 1943, que “Montaigne sabía más sobre el alma de los mexicanos que la mayor parte de los novelistas de la Revolución”. Fuera de Ortega y Gasset (y de cierto Borges), es raro ver a un pensador hispano mencionado por los autores que conforman lo más vivo del ensayo y el pensamiento crítico contemporáneos: Paz es una referencia para no pocos de éstos, desde Jürgen Habermas hasta George Steiner, lo que prueba que la obra ensayística del escritor mexicano no resulta, como se ha dicho alguna vez, una simple adaptación o refundición “hispana” de corrientes críticas internacionales, sino, por el contrario, una valiosa contribución a ellas.

Uno de los manuscritos de Paz que conserva Sánchez Robayna.

He hablado de autodiscusión y de diálogo consigo mismo. La demostración más palpable de que Paz hizo también del diálogo con los demás un arte, y hasta una poética, es el número de revistas que dirigió, y que contribuyeron extraordinariamente a insertar la dimensión hispánica en el plano internacional: Barandal (1931), Taller (1938-1941), El Hijo Pródigo (1943-1945), Plural (1971-1976) y, sobre todo, Vuelta (1976-1998). Intentó con ellas tanto una peculiar pedagogía (“Paz es el pedagogo por excelencia”, decía Alejandro Rossi) como una sociedad más abierta. Esas revistas no habrían sido lo que fueron si Paz no hubiera desplegado una correspondencia epistolar verdaderamente pasmosa, como puede hoy comprobarse con la publicación de sus cartas. El Paz epistológrafo -ningún perfil de nuestro poeta podría hoy omitir este otro aspecto- asombra por su agudeza, su frescor y su lucidez. Véase sólo, en el número más reciente de Letras Libres, la carta que con motivo de su participación en el jurado del premio Formentor (1961) dirigió a Jaime García Terrés: la radiografía del mundo literario hispano e internacional de la época es de una clarividencia poco común. Y entra en ese perfil también, en mi caso, el plano personal. Conocí a Paz en 1974, en Barcelona, a través del poeta Joan Brossa. La corriente de simpatía fue inmediata, y durante un cuarto de siglo me honró con su amistad, sus consejos y un puñado de cartas. Nuestras conversaciones en Barcelona, en México, en Madrid, en París, fueron para mí cruciales siempre. Inteligencia eléctrica: cuando nuestra coincidencia en algún punto era completa, se situaba en el lado contrario, como una prueba de “falsabilidad”. La reflexión podía ser del siguiente tenor: “Vallejo, sí… Gran poeta, sin duda. Pero, pensándolo bien, sobre todo en Trilce. Y pensándolo aún mejor, en el poema XXVIII, el de la ‘miseria de amor'… Vallejo, autor de un solo poema esencial… ¿Es de veras un gran poeta?”. O bien: “No sé si estamos de acuerdo en la importancia de Mallarmé. Recuerda que los grandes poetas de Occidente son Dante, Shakespeare, John Donne”. No era el juego por el juego, era la prueba de la poesía como “conversación entre personas inteligentes”, según Pound, el ejercicio hipercrítico de la inteligencia con el fin de probar, entre otras cosas, sus propios límites. Por supuesto, esa prueba incluía la posibilidad (¿la evidencia?) de que Duchamp no fuera tan decisivo en el arte del siglo XX, y que el gran artista de ese siglo fuera Picasso… Para algunos escritores de mi generación (he tenido ocasión de comentarlo, por ejemplo, con Juan Manuel Bonet, con Juan Malpartida, con José Luis Pardo), Paz fue determinante en todos los sentidos: su apertura, la amplitud de sus intereses creadores, su dinamismo intelectual. Una personalidad, en rigor, irrepetible. Podríamos cerrar este rápido perfil con unas palabras del propio Paz escritas en 1939: “No creemos en los aniversarios sino en la medida en que dejan de serlo y de simple recuerdo escolar se convierten en tradición: tradición, es decir cosa viva, combatida y combatiente: polémica”. Es hora de interpretar esta obra: es hora de discutirla.