Image: El general de la Rovere

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Letras

El general de la Rovere

Montanelli firmó el guión de la película que filmaría Rosellini y la adaptación literaria

5 agosto, 2013 02:00

Vittorio de Sica (D) en un fotograma de la película General della Rovere del director Roberto Rossellini. Foto: Archivo

Es el libro y la historia que inspiró la película de Rosellini que lleva el mismo nombre y está interpretada por Vittorio de Sica. Tuvo gran éxito a finales de los años 50 y fue el mismo Montanelli quien firmó tanto el guión como la adaptación literaria que habla sobre Giovanni Bertone, un hombre que suplanta, de manera no voluntaria, la identidad del general De la Rovere en la cárcel de San Vittore. La historia se centra en la ocupación italiana en la Segunda Guerra Mundial, situaciones en las que hacen florecer tanto la miseria como la grandeza humana. Ambas situaciones se dan y fluctúan en la historia de este libro.

Aquí puede leer el primer capítulo de 'General della Rovere' de la Editorial Confluencias



i. Instrucción de un proceso


En junio de 1945 se exhumaron los cadáveres de los sesenta y ocho fusilados de Fossoli del sepulcro donde se les enterró después de la matanza. Sus féretros, llevados a Milán, se alinearon en el Duomo para ser solemnemente bendecidos por el cardenal Schuster y donde recibieron el conmovido homenaje de la población.

Sobre uno de ellos no cayeron ni lágrimas de parientes ni flores de amigos. Estaba un poco arrinconado y separado de los demás. Creo que yo fui el único que se detuvo delante de él y depositó encima del ataúd un ramillete de crisantemos, que compré en la puerta de la catedral. Pero confieso que lo hice furtivamente, un poco temeroso de que alguien me viese. No todos, seguramente, habrían comprendido aquel gesto de piedad hacía el general de la Rovere.

Su Excelencia Fortebraccio de la Rovere, general de tierra del ejército, amigo íntimo de Badoglio y consejero técnico de Alexander, había sido encerrado por los alemanes en la quinta galería de la prisión de San Vittore, exactamente un año antes. Lo capturaron en Liguria, donde había desembarcado de un submarino inglés para asumir el mando de la Resistencia en la Italia del Norte aún ocupada.

Así me lo dijo por lo menos el vigilante Ceraso, mientras pasaba ante la mirilla de mi celda con un vaso en la mano, en el que flotaba una rosa que él mismo había ido a coger al Jardín para Su Excelencia. Había entrado el día anterior. En aquel momento estábamos fuera de nuestras celdas para vaciar los orinales, pero nos hicieron entrar de nuevo apresuradamente, como si la sola mirada de aquel hombre representase un peligro o un delito. Desde nuestras jaulas lo vislumbramos avanzar con paso firme y cabeza erguida, custodiado por dos SS con la metralleta en ristre. Se detuvo precisamente ante la celda que estaba frente a la mía. Miró adentro. Dijo algo en tono perentorio al Feldwehbel Franz, que lo seguía. Éste dio una orden a los dos vigilantes italianos, que se marcharon corriendo y volvieron poco después con una camilla, una mesa y un rústico lavabo. Ningún prisionero en San Vittore había recibido jamás semejante acogida.

Unos días después, Ceraso abrió mi puerta, me dijo que Su Excelencia quería verme e infringiendo la regla de aislamiento me custodió hasta él.

De la Rovere, que usaba monóculo, mantenía cierto aire aristocrático, tenía las piernas arqueadas y la agilidad física propia de los oficiales de caballería.

Iba perfectamente afeitado, con los pantalones planchados y las uñas cuidadas. En aquel lugar infame donde todos, equiparados por la cochambre, nos tuteábamos sin distinción de rango ni de linajes, fue el único, después de mucho tiempo, que me trató de usted.

-Capitán Montanelli, ¿verdad? -dijo, sin tenderme la mano, ocupada en limpiar su monóculo con un pañuelo-. Sabía de su presencia aquí aun antes de desembarcar. Badoglio en persona me informó de ello en Brindisi. Su suerte es seguida con viva simpatía, aun cuando con pocas esperanzas, por el Gobierno de Su Majestad. Sepa, no obstante, que el día en que caiga bajo el plomo del pelotón de ejecución no habrá usted cumplido más que con su deber, el más elemental deber de un oficial. ¡Descanse! Sólo al escuchar estas palabras me di cuenta de que estaba en posición de firme ante él, con los talones juntos, las puntas de los pies igualmente separadas y equidistantes, los pulgares pegados a lo largo de la costura de los pantalones, exactamente como prescriben las ordenanzas.
-Todos nosotros estamos en vida de manera provisional, ¿verdad? -prosiguió el general, limpiando con la uña del meñique izquierdo la del meñique derecho y contemplándolas con calma-. ¿Verdad? -prosiguió el general, limpiando plácidamente-. Un novio de la muerte,1 como dicen los españoles-. Me miró sonriente, dio un lento paseo de un lado a otro por la celda, balanceándose sobre las arqueadas piernas, se detuvo de nuevo ante mí, limpió el monóculo y se lo caló-. Nosotros somos dos novios próximos a la boda. A mí ya se me ha comunicado la condena. ¿Y a usted?
-Todavía no, Excelencia -dije, un poco mortificado.
-Se la comunicarán -respondió él, en tono alentador-. Pero, por lo que me han dicho, también usted tendrá el honor de ser fusilado de frente, no de espaldas. Los alemanes, hay que reconocerlo, son rudos al exigir las confesiones, pero también caballerosos si se abstiene uno de hacerlas. Usted se ha abstenido. ¡Bravo! Le exijo que continúe negándose. Si siguiesen interrogándole con medios desproporcionados a sus posibilidades físicas... Puede suceder... Diga un solo nombre: el mío. Diga que obró bajo órdenes mías. Yo no tengo ya nada que perder y mi deber es ahora fácil. Se lo he dicho hasta a mi viejo amigo Kesselring, que vino a interrogarme personalmente. No nos queda más que un deber, a nosotros, oficiales italianos: morir dignamente. Y en el fondo es bastante fácil absolverle. ¿De qué se le acusa a usted?
Se lo expuse sin titubeos. Su Excelencia me escuchó con la mirada fija en el suelo, como un confesor, y de vez en cuando movía la cabeza en señal de aprobación.
-Una situación clara -dijo al fin-, casi como la mía. Sorprendidos ambos en acto de servicio. Es una muerte en combate, en el campo del honor. No pueden dejar de fusilarle de cara. Es estrictamente reglamentario. De cualquier cosa que le ocurra, infórmeme enseguida. Y ahora, ¡en su lugar, descanso! Aquél fue el primer día, creo, desde que estaba allí dentro -y hacía ya ocho meses- en que no pensé en mi mujer encerrada en otra celda y en vísperas de ser deportada, ni en mi madre, escondida en Milán, en casa de mi amigo Gaetano Greco, ni en mi padre, que se había quedado solo en Roma. Pensé solamente en la muerte, pero de modo cordial, como en una bellísima prometida de la cual yo sería el próximo novio en abrazarla. Al anochecer pedí con insistencia a Ceraso que al día siguiente me procurase al barbero, y que me trajese tijeras y una lima para las uñas. No podía, en verdad, no podía subir al altar con aquella bellísima novia del brazo con la barba crecida y las manos reducidas a semejante estado. Y cuando cayó la noche, desafiando al frío, me quité los pantalones antes de acostarme en el catre y los colgué de la reja para que recuperasen un poco la raya.

En los días sucesivos, a través de la mirilla, pude seguir las idas y venidas de Su Excelencia, mi vecino de enfrente. Se llamó a todos los prisioneros, uno tras otro, a despachar con él, y todos se le presentaron: incluso Mike Bongiorno, el futuro ídolo de la televisión, que entonces tenía dieciséis años y había sido detenido por ser ciudadano americano.

Al entrar se ponían firmes y hacían una inclinación. Se quedaban dentro media hora o una hora, con Ceraso o Sapienza montando la guardia al otro lado de la puerta; y cuando salían, andaban más erguidos. Un camarero de hotel a quien siempre habíamos oído llorar invocando a mujer e hijos, después de uno de estos encuentros calló con digna compostura; y una vez que Franz lo sorprendió fumando y le azotaron con el curbasc, soportó el castigo sin quejarse. Ceraso me dijo que todos, tras la entrevista con el general solicitaban, como había hecho yo, al barbero y pedían jabón. Hasta los guardias se afeitaban cada día, y ni llevaban ya el gorro ladeado. Procuraban hablar italiano en vez de napolitano o siciliano. En toda la galería no se notaba ya el desorden, ni se oía el alboroto de antes, y el propio teniente Schulze, cuando vino de inspección, alabó la disciplina que allí reinaba y la dignidad con la cual todos nos comportábamos. Por primera vez desde que nos dirigió la palabra no nos trató de «perros antifascistas» y de «sucios traidores badoglianos». Se limitó a proferir una lejana alusión al «rey felón»; y entonces, todos, sin previo acuerdo, alzamos los ojos al cielo fingiendo no escucharlo, mientras su Excelencia, que también había sido convocado, pero que se mantenía un poco apartado de las filas como convenía a su rango, le volvió francamente la espalda al orador y, sin aguardar la orden de «rompan filas», se volvió a meter con paso lento en su celda. Y Schulze no rechistó.

Una mañana, sacaron a dos coroneles de sus celdas. Antes de salir se les preguntó por su última voluntad. Respondieron que querían despedirse del señor general, que los recibió en la puerta de su celda. Aquella fue la única vez que tendió la mano a los visitantes. Acariciándose con ademán lento y displicente el pelo y ajustándose el monóculo, dijo sonriendo a los dos oficiales en posición de firmes algo que yo no comprendí, ciertamente alguna cosa cordial y afectuosa. Luego, de golpe, se cuadró y se llevó la mano a la sien. Los dos oficiales correspondieron al saludo. Estaban muy pálidos, pero sonreían y jamás habían sido tan coroneles como en aquel momento. Supimos más tarde que, al caer, ambos gritaron: «¡Viva el rey!». La tarde de aquel mismo día me llamaron para un enésimo interrogatorio. Pero para mi gran sorpresa, en vez de frente a Schulze me encontré ante mi madre y el doctor Ugo, el misterioso confidente de la Gestapo que habría de salvar a muchos de nosotros, incluyendo a Ferruccio Parri. Mi madre, que volvía a verme después de mi captura, me puso al corriente con voz entrecortada del plan preparado para mi fuga. Al día siguiente, con una falsa orden de traslado de la cárcel de Milán a la de Verona, me sacarían de la celda para montarme en un coche que jamás habría de llegar a Verona, pues se desviaría hacia la frontera suiza donde me aguardaba un sacerdote que me guiaría para acompañarme hacia el otro lado. Volví descompuesto a la galería bajo la custodia de Ceraso. Al pasar ante la celda del general, lo vi sentado en el borde de la cama, leyendo, y me detuve.

Dejó el libro y me miró largamente; luego hizo una señal al visitante de que se alejase. Y siguió mirándome.

-Una vez más ha callado, ¿verdad? -me preguntó en tono de firmeza.
-No he sido interrogado, Excelencia -contesté-. Simplemente me han informado de que mañana tendré ocasión de escapar de esta cárcel -Hice una pausa. El general había fruncido el ceño con expresión de sorpresa-:¿Tengo derecho a aprovechar esa ocasión?
El general se puso de pie y fue hacia la ventana volviéndome la espalda. Luego se volvió atrás y, recalcando las palabras, me dijo:
-No tiene derecho. Tiene el deber... ¡Adiós, capitán!

No volví a ver más a de la Rovere. Al día siguiente, antes del toque de diana, yo estaba ya en la oficina de registro donde me preparaban la «autorización de traslado» a la cárcel de Verona, donde no me esperaban.

Un año exacto había transcurrido desde entonces. Y sólo aquel día, en la catedral de Milán, volví a encontrar a ese hombre, pero encerrado en un féretro sobre el cual no caían ni lágrimas de parientes ni flores de amigos, salvo mis pocos crisantemos.

Una placa de metal con el nombre de Giovanni Bertone lo distinguía entre los otros sesenta y siete restantes.

Creo que es mi deber de testigo relatar cómo y por qué Giovanni Bertone se convirtió en Fortebraccio de la Rovere.