Los escritores del boom. Foto: El Mundo



La pena, cuando se organiza un congreso sobre el boom latinoamericano, es que sus principales protagonistas, los que formaron parte desde un principio de su núcleo original, están muertos. Por eso, tener la oportunidad de escuchar a Vargas Llosa, figura crucial en su estallido, expansión y agotamiento, es un privilegio. El Nobel peruano subió al estrado sin papeles en la mano. Reconoció que anoche estuvo esbozando una especie de discurso pero se dio cuenta de que no podía hablar como un crítico desapegado de algo que le era tan cercano y familiar. Y así, una vez tomada la palabra, de la que antes hicieron uso Tomás Poveda (director de la Casa de América), José María Lassalle (secretario de Estado de Cultura) y J.J. Armas Marcelo (director de la Cátedra Vargas Llosa), empezó a hacer su propio ejercicio de memoria íntimo. Era su manera de inaugurar el Congreso Internacional El canon del boom, en el que casi cincuenta escritores latinoamericanos y españoles debatirán hasta el próximo viernes, en distintas universidades españolas, sobre la trascendencia y alcance de este fenómeno literario, originado en París a finales de los 50 y comienzos de los 60.



En esa época Vargas Llosa conoció a Julio Cortázar en París. "Era un chico muy delgadito, me pareció que tenía mi edad [luego descubrió que tenía 22 años más], hablaba con un acento ligeramente francés". El autor de Rayuela dejó una huella de afecto en el recuerdo de Vargas Llosa: "Fue muy generoso conmigo cuando le mostré La ciudad y los perros. Intentó buscarme un editor y me hizo observaciones muy inteligentes". En Cortázar atisbó un rasgo que luego se dio cuenta que era común a todos los miembros del grupo. "Utilizaba una lengua natural al escribir, la de la calle. Huía de ese lenguaje literario resabido y ampuloso, que tomaba distancia con la gente". Ese rasgo les hermanó en aquellos años. Vargas Llosa recordó también "la radical mutación" que sufrió Cortázar cuando tenía casi 70 años. "Pasó de ser un hombre que detestaba la política a convertirse en un revolucionario ingenuo, con esa pureza ajena a la trastienda oscura de la política". Y aunque acabaron divergiendo diametralmente en sus postulados ideológicos la política "nunca enturbió" su relación. "Entre nosotros, siempre que nos veíamos, brotó la cordialidad".



Fue en París también donde conoció a Borges, al que leía casi a escondidas en un principio, cargado como estaba de los prejuicios sartrianos de la función del escritor en la sociedad y las concepciones 'utilitaristas' de la literatura (Vargas Llosa admiraba entonces a Sartre y lo leía con devoción). Borges, con su genialidad, se metió al público francés en el bolsillo en las distintas conferencias que dio aquí y allá, incluida una en la Sorbona sobre Shakespeare en que dejó muy atrás a sus compañeros de mesa: Durrell y Ungaretti. "Arrancó una ovación estruendosa", recuerda el autor de Conversación en La Catedral. "Gracias a él la literatura latinoamericana empezó a leerse en Francia con respeto y atención".



Antes, pocos autores de allí gozaban de lectores extranjeros. Muy raras excepciones. Una de ellas era el mexicano Carlos Fuentes, que con La región más transparente, impregnada de Dos Passos y Faulkner, rompió el cordón sanitario que oprimía las narraciones iberoamericanas entonces. Vargas Llosa lo conoció en México, adonde fue a cubrir una exposición para la Radio Televisión Francesa, en unas circunstancias bien simpáticas: "La primera vez que lo vi zapateaba sobre una mesa. Había tomado más tequilas de los debidos. Esa noche ya nos hicimos amigos. Era la imagen del triunfador: cosmopolita, hablaba cuatro o cinco idiomas, se había recorrido el mundo antes de nacer y toda las mujeres caían rendidas a sus brazos. Pero no sólo seducía a las señoras. También a los señores, por su inteligencia". Esa faceta extrovertida y social, sin embargo, contrasta -afirmó Vargas Llosa- "con la del trabajador infatigable que fue". "La prueba está en su obra de dimensiones balzaquianas".



A García Márquez lo conoció en persona más tarde. Antes habían mantenido una copiosa correspondencia. A su redacción le llegó un ejemplar traducido al francés de El coronel no tiene quien le escriba. A Vargas Llosa le pareció un prodigio de "síntesis narrativa". Le escribió y empezaron a cartearse. Fantasearon con la posibilidad de escribir una novela a cuatro manos sobre una guerra entre Colombia y Perú en los años treinta, un proyecto que no cuajó. Entablaron amistad fraternal en Barcelona, a donde habían llegado arrastrados por la voluntad arrolladora de la agente literaria Carmen Balcells ("un ventarrón con faldas"). Y allí, a principios de los 70, junto a Gabo y José Donoso, afincado también en la ciudad condal; Fuentes y Cortázar, que la visitaban constantemente; y todos los escritores latinoamericanos que peregrinaron allí ("como nosotros habíamos hecho antes a París"), Vargas Llosa confesó que vivió "los años más felices de su vida".



La eclosión del boom tuvo el efecto también de "rescatar" a otros muchos autores con una trayectoria prestigiosa pero que no habían traspasado las barreras de su propios círculos culturales. Así pasó, según Vargas Llosa, con Alejo Carpentier, Cabrera Infante y Lezama Lima. El viento soplaba a favor de la vela de literatura latinoamericana por todo el mundo. Esa creatividad compartida y entrelazada por vínculos de amistad se quebrantó con el caso Padilla. Esta vez sí la política echa a perder la armonía y "lo que hasta ese momento había sido una empresa colectiva pasó a ser una empresa individual". Por suerte, hasta que se produjo este lamentable incidente la onda expansiva del boom ya había abierto grandes boquetes por los que sucesivas generaciones de escritores latinoamericanos pudieron colarse en Europa y en el resto del mundo. "Y rompió por fin el complejo de inferioridad latinoamericano".