José Hierro. Foto: Carlos Barajas.



Era generoso José Hierro. Lo demostró a largo de toda su vida. Paca Aguirre, última ganadora del Premio Nacional de Poesía e íntima amiga del poeta, recuerda cuando les dejó a Félix Grande y a ella la llave de su apartamentito en la playa del Sardinero para que pasarán allí sus noches de miel y lunas. "No teníamos un duro y él nos propuso el plan", explica a Aguirre a elcutural.es. Cuando habla de su amigo en su tono de voz se cuela un hilo de emoción y nostalgia. Fue un hombre clave en su vida: "Yo conocí a Félix en la tertulia que dirigía él en el Ateneo. Eladio Cabañero se lo presentó a Pepe y éste le apuntó para que pudiera leer sus poemas. El día que le tocó leer yo estaba por allí. Nos conocimos, al poco empezamos a salir y al poco también nos casamos". Y ahí estaba José Hierro para solucionarles la papeleta del viaje de novios ("¿Adónde íbamos a ir sin dinero?").



Paca Aguirre vuelve a aquellos días por un motivo. Este año se cumple el décimo aniversario de la muerte de José Hierro (también se cumple el 90° de su nacimiento). Es una buena ocasión para rememorarle y, sobre todo, para leerle. Ella participa en alguna de las actividades del apretado programa que está urdiendo la nieta del autor santanderino (nacido en Madrid), Tacha Romero, para celebrar la vida y la obra de su abuelo.



Tacha dirige la Fundación Centro de Poesía José Hierro, una institución -advierte- "única en su especie". "No hay ninguna entidad que se dedique en exclusiva a la poesía como nosotros". Los actos conmemorativos arrancan el próximo 19 de abril, en el Instituto Cervantes, con la presencia en una mesa redonda de su director, Víctor García de la Concha, y el secretario de Estado de Cultura, José María Lassalle. También participarán el crítico Fernando Rodríguez Lafuente, la propia Paca Aguirre, Leonor Watling y Alejandro Pelayo, estos últimos en su condición de alumnos del autor de Cuaderno de Nueva York y Quinta del 42.



Quedan otras citas por cerrar y concretar. La idea es prolongar la conmemoración hasta el 21 de diciembre, fecha exacta de su muerte, con 80 años, en 2002, aquejado por dolencias cardiacas y un enfisema que le produjo su afición por el tabaco. Ese día su nieta, que compartía con él las vacaciones de verano y todos los fines de semana en Nayaua, la casa de Titulcia que levantó con sus propias manos, le tiene preparado un encuentro con algunos de sus compañeros de camino: Blanca Andreu, Antonio Hernández, Félix Grande, Carlos Murciano, Eduardo Rincón (compañero de cárcel), Angelina Gattel... De fondo sonará la música que le emocionaba ("Lloraba escuchando música, le apasionaba", señala Tacha): el Adagio en Do Mayor de Shubert, la malagueña canaria y la follia.



Era elegante José Hierro. Esto lo afirma otro de sus amigos y defensores. Es Luis Alberto de Cuenca: "Lo metieron en la cárcel, estuvo en varias durante cuatro cinco años. Pero no hablaba nunca de eso con odio. Hablaba en cambio de lo bueno de aquella experiencia: de los libros que había leído en la raquítica biblioteca, de las amistades que hizo, del coro que dirigía... No tenía rencor. No le salía. Él fue un ejemplo perfecto de reconciliación". La línea clara con que están escritos los versos de Hierro corre en paralelo a la que trazan los De Cuenca. Ahí se hermanan los dos: en la aspiración a una claridad que deje en evidencia el hermetismo huero. También hay otra coincidencia clave: el poeta predilecto de ambos es Lope de Vega.



En la agenda de actividades del Centro de Poesía José Hierro destacan otros dos actos. El primero, que se celebrará en el Ateneo el 23 de abril, servirá para presentar la antología Hierro ilustrado (Nórdica), en la que, aparte de sus poemas, figura una selección de sus pinturas. Porque además de escribir, José Hierro era pintor. "A muchos les va a sorprender esta faceta, nada menor en mi abuelo. A ella le dedicaba mucho tiempo. En sus últimos años sobre todo. En esa época los poemas le hacían llorar pero la pintura le daba alegría", explica Tacha. La segunda es el descubrimiento de la placa que se fijará en en su domicilio de la calle Fuenterrabía, cercano al Retiro, por el que circularon la plana mayor de la poesía de la segunda mitad del siglo XX, en la que José Hierro figura con nombre propio, sin que nadie, ni él mismo, pueda encasillarle en lugares comunes. Él ensayaba una explicación para los entomólogos de la literatura: "No sé hasta qué punto puede encajar mi poesía entre las sociales químicamente puras. Probablemente parezca demasiado intimista para ser llamada poesía social. Pero también es verdad lo contrario: que más de una vez se me ha dicho que era demasiado social para ser intimista". Lo suyo era encender bombillas: en los cerebros, en los corazones, en los sueños...



La claridad de Hierro sigue iluminando (y emocionando) generaciones de lectores de poesía. Porque era un gran poeta. Ni Aguirre ni De Cuenca tienen la menor duda al respecto. Para la primera muchos de sus libros son "un milagro". "No te crees que puedan ser tan maravillosos hasta que no los lees. Muchos versos son chispazos que alumbran los sueños de los hombres. Es un poeta que hay que leer y releer continuamente porque siempre tienes la sensación al acabar un poema suyo de que te falta algo". Para el segundo, "Hierro es un poeta de un oído privilegiado, en cuya escritura se aprecia perfectamente que tiene todo el Siglo de Oro metido en la cabeza. Su poesía está hecha con jirones de su propia piel. Es una poesía autobiográfica, pero de la auténtica, sin rastro de afectación".



Poemas de José Hierro elegidos por Luis Alberto de Cuenca ('El muerto') y Paca Aguirre ('Réquiem')

El muerto

Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría

no podrá morir nunca.



Yo lo veo muy claro en mi noche completa.

Me costó muchos siglos de muerte poder comprenderlo,

muchos siglos de olvido y de sombra constante,

muchos siglos de darle mi cuerpo extinguido

a la hierba que encima de mí balancea su fresca verdura.

Ahora el aire, allá arriba, más alto que el suelo que pisan los vivos,

será azul. Temblará estremecido, rompiéndose,

desgarrado su vidrio oloroso por claras campanas,

por el curvo volar de los gorriones,

por las flores doradas y blancas de esencias frutales.

(Yo una vez hice un ramo con ellas.

Puede ser que después arrojara las flores al agua,

puede ser que le diera las flores a un niño pequeño,

que llenara de flores alguna cabeza que ya no recuerdo,

que a mi madre llevara las flores:

yo quería poner primavera en sus manos.)



¡Será ya primavera allá arriba!

Pero yo que he sentido una vez en mis manos temblar la alegría

no podré morir nunca.

Pero yo que he tocado una vez las agudas agujas del pino

no podré morir nunca.

Morirán los que nunca jamás sorprendieron

aquel vago pasar de la loca alegría.

Pero yo que he tenido su tibia hermosura en mis manos

no podré morir nunca.



Aunque muera mi cuerpo, y no quede memoria de mí.



Requiem

Manuel del Río, natural

de España, ha fallecido el sábado

11 de mayo, a consecuencia

de un accidente. Su cadáver

está tendido en D'Agostino

Funeral Home. Haskell. New Jersey.

Se dirá una misa cantada

a las 9.30 en St. Francis.



Es una historia que comienza

con sol y piedra, y que termina

sobre una mesa, en D'Agostino,

con flores y cirios eléctricos.

Es una historia que comienza

en una orilla del Atlántico.

Continúa en un camarote

de tercera, sobre las olas

-sobre las nubes- de las tierras

sumergidas ante Platón.

Halla en América su término

con una grúa y una clínica,

con una esquela y una misa

cantada, en la iglesia St. Francis.



Al fin y al cabo, cualquier sitio

da lo mismo para morir:

el que se aroma de romero

el tallado en piedra o en nieve,

el empapado de petróleo.

Da lo mismo que un cuerpo se haga

piedra, petróleo, nieve, aroma.

Lo doloroso no es morir

acá o allá...



Réquiem aetérnam,

Manuel del Río. Sobre el mármol

en D'Agostino, pastan toros

de España, Manuel, y las flores

(funeral de segunda,

caja que huele a abetos del invierno),

cuarenta dólares. Y han puesto

unas flores artificiales

entre las otras que arrancaron

al jardín... Libérame Dómine

de morte aeterna
... Cuando mueran

James o Jacob verán las flores

que pagaron Giulio o Manuel...



Ahora descienden a tus cumbres

garras de águila. Dies irae.

Lo doloroso no es morir

Dies illa acá o allá,

sino sin gloria...



Tus abuelos

fecundaron la tierra toda,

la empapaban de la aventura.

Cuando caía un español

se mutilaba el universo.

Los velaban no en D'Agostino

Funeral Home, sino entre hogueras,

entre caballos y armas. Héroes

para siempre. Estatuas de rostro

borrado. Vestidos aún

sus colores de papagayo,

de poder y de fantasía.



Él no ha caído así. No ha muerto

por ninguna locura hermosa.

(Hace mucho que el español

muere de anónimo y cordura,

o en locuras desgarradoras

entre hermanos: cuando acuchilla

pellejos de vino derrama

sangre fraterna). Vino un día

porque su tierra es pobre. El mundo

Libérame Dómine es patria.

Y ha muerto. No fundó ciudades.

No dio su nombre a un mar. No hizo

más que morir por diecisiete

dólares (él los pensaría

en pesetas) Réquiem aetérnam.

Y en D'Agostino lo visitan

los polacos, los irlandeses,

los españoles, los que mueren

en el week-end.



Réquiem aetérnam.

Definitivamente todo

ha terminado. Su cadáver

está tendido en D'Agostino

Funeral Home. Haskell. New Jersey.

Se dirá una misa cantada

por su alma.



Me he limitado

a reflejar aquí una esquela

de un periódico de New York.

Objetivamente. Sin vuelo

en el verso. Objetivamente.

Un español como millones

de españoles. No he dicho a nadie

que estuve a punto de llorar.