Gilles Lipovetsky

Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama, 2011. 216 páginas. 16 euros

En Francia es común un tipo de ensayo que aborda un tema de actualidad en pocas páginas, con un lenguaje de elevado nivel intelectual, pero de fácil lectura, en el que no faltan expresiones del tipo “la mercantilización de la cultura y la culturización de la mercancía”, ni neologismos más o menos afortunados como “cultura-mundo”. El género tiene sus partidarios y sus detractores; rara vez ofrece análisis en profundidad pero casi siempre proporciona ideas para la reflexión. Este es el caso de El Occidente globalizado, un libro breve en el que se enfrentan las opiniones de Gilles Lipovetsky (París 1944), analista de la hipermodernidad y del hiperindividualismo, bien conocido por su obra La era del vacío (1983), y Hervé Juvin, un crítico de la globalización, casi desconocido fuera de Francia.

Lipovetsky manifiesta un moderado optimismo acerca de las consecuencias culturales de la globalización tecnológica y capitalista, que se caracterizaría por una expansión de una cultura convertida en un sector de la economía, guiado por criterios de rentabilidad y gestionado de acuerdo a estrategias de marketing, pero también por la expansión global de los derechos humanos y de la perspectiva ecológica. En este último tema, Lipovetsky se inclina un tanto ante los tópicos, al poner en un mismo nivel la amenaza del cambio climático, bien real y posiblemente muy grave, y la energía nuclear o los cultivos transgénicos, que más que amenazas son soluciones para los desafíos a que nos enfrentamos, pero sostiene con lucidez que la dimensión ecológica no representa una alternativa a la economía de mercado globalizada, sino un medio para hacerla sostenible.

Niega, por otra parte, que la globalización sea sinónimo de triunfo universal de la cultura occidental, pues los nuevos medios tecnológicos no son incompatibles con el apego a las identidades culturales diferenciadas: en la India, el cine de Bollywood triunfa sobre el de Hollywood. Tampoco se da esa tendencia a la homogeneización que algunos temen, pues por el contrario la pluralidad de la oferta lleva al avance del budismo en Occidente y del protestantismo evangélico en Asia. Si, en definitiva, hay un rasgo que caracteriza, según Gilles Lipovetsky, al mundo globalizado, es el triunfo del individualismo. La gran aportación de Occidente no habría consistido en la imposición de su modelo cultural a otras civilizaciones, sino en la difusión de valores universales, como la racionalidad científica, el cálculo económico y los derechos individuales.

Por su parte, Hervé Juvin rehuye el análisis sociológico en aras de un estilo sentencioso, del que daré un ejemplo: “La cultura era el medio de distanciarse, de juzgar y de saber decir no. La cultura-mundo disuelve las preguntas en la acción, prohíbe la distancia y el juicio, y se reduce a una tremenda conformidad con el desarrollo, el mercado y sus hechos”. Estamos pues ante el consabido lamento por ese indefinido tiempo pasado que siempre fue mejor, en que la cultura era pura y noble, frente al pragmático y superficial mundo de hoy, dominado por la tecnología, el dinero y, lo que es aún peor, el cosmopolitismo. Este último es el gran enemigo para Juvin, que ve amenazadas las identidades culturales por la globalización y por la inmigración. Sin embargo, no se muestra xenófobo, sino tan sólo partidario del desarrollo cultural separado. Por ejemplo, cree que la cultura india está bien para la India y que resulta dañino romper allí con la milenaria tradición de las castas.

Pero no nos engañemos, las tesis de Juvin representan, con un nuevo lenguaje que no infravalora en principio a otras culturas, un retorno a esa defensa del espíritu nacional y ese rechazo de lo ajeno que tanto horror trajeron a Europa en la pasada centuria. Su nostalgia por un pasado idealizado le lleva a percibir “un movimiento profundo de descivilización en nuestras sociedades europeas, la confusión de géneros, signos y valores”. Y ello le conduce a una perspectiva ominosa: “yo sospecho la guerra de todos contra todos, la que las personas sin referentes, sin fe y sin raíces deberán librar para volver a constituirse en sociedad”. En definitiva: fascismo, versión siglo XXI.