El mariscal Wilhelm Keitel firma la rendición de Alemania el 7 de mayo de 1945

RBA, 543 pp.



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Enrique Moradiellos, doctor en Historia y prolífico investigador, nos invita en este libro a adentrarnos en el modus operandi de los historiadores, esto es, a bucear en los documentos originales que sirven de materia prima para construir el relato de la Historia. La reproducción literal de los documentos -desde mapas y gráficos a mítines obreros- viene, por supuesto, acompañada de su correspondiente descripción, análisis, explicación y conclusión. A continuación les ofrecemos un fragmento del libro.






I. La revolución demográfica de la Edad Contemporánea



Gráfico lineal de evolución de la población mundial y europea en la época contemporánea.



Descripción



El documento estadístico constituye una gráfica lineal construida sobre dos ejes de coordenadas dentro de las cuales se representa el perfil de la evolución seguida por la población mundial (y, en su seno, la población europea) desde el siglo i de nuestra era y hasta mediados del siglo xx. El eje horizontal de la abscisa recoge el devenir cronológico y organiza consecutivamente los años agrupados en tramos seculares desde el punto de intersección y hacia el extremo derecho (indicando así la dirección temporal de la evolución). El eje vertical de la ordenada recoge la cuantificación del crecimiento experimentado durante ese período en tramos de 500 millones de habitantes (indicando así el volumen ascendente de la expansión experimentado en cada período).



Sus fuentes informativas de elaboración son de diversa entidad y precisión. para la época previa al siglo XIX, se trata de estimaciones y cálculos aproximativos derivados de estudios históricos parciales y cotejados (sobre datos extraídos de registros parroquiales de bautismos o funerales) o de recuentos de población de las propias épocas (como el Domesday Book en la inglaterra del siglo XI), no de cifras ciertas, seguras y comprobadas. para la época correspondiente a los siglos XIX y XX, se trata ya de cómputos estadísticos fidedignos y depurados, a tono con la elaboración y generalización de las técnicas estadísticas y demográficas contemporáneas (censos, padrones y encuestas de población).



Análisis



La mera observación y lectura del perfil de la línea evolutiva representada en el gráfico permite apreciar tres rasgos característicos principales.



En primer lugar, cabe decir que la población mundial, así como la población europea como subconjunto en su seno, manifiestan una notable estabilidad en sus efectivos numéricos desde la antigüedad clásica y hasta la Baja Edad Media. durante todo ese período, la población se mantiene siempre en órdenes cercanos a los 250 millones de habitantes como promedio general. En el caso de Europa, su participación en el conjunto mundial es reducida y apenas destacable excepto en momentos culminantes como son la fase expansiva correspondiente a los primeros siglos del imperio romano. según cálculos recogidos por autores como Jacques Vallin o Massimo Livi Bacci, la población europea en ese largo período apenas era el 18% de la población mundial, con asia como ámbito demográfico más poblado (el 50% del total) y a mucha distancia de áfrica (el 18%), américa (el 9%) y oceanía (menos del 1%). puesto que el crecimiento natural de una población es el resultado de la diferencia entre su volumen de nacimientos y su volumen de defunciones (medidos ambos por sus tasas anuales de natalidad y mortalidad: el número total de habitantes partido por el número de nacidos o fallecidos y expresado el cociente en tantos por mil; es decir, número x de nacidos o fallecidos por cada mil habitantes), cabe deducir que las tasas de crecimiento durante esa época eran muy pequeñas y constantes y no permitían un aumento grande y sostenido de los efectivos humanos.



En segundo orden, cabe apreciar que desde la Baja Edad Media (en el siglo XIII) y durante toda la Edad Moderna (hasta el siglo XVIII), la población mundial experimenta un leve crecimiento general (con un pequeño estancamiento en el siglo XIV, reflejo de la peste negra de 1347-1348) que es mucho más destacado en el caso de la población europea, cuyos efectivos en el conjunto empiezan a destacarse notablemente. En esas fechas, la humanidad alcanzó los 500 millones de efectivos durante el siglo XVI y ascendió hasta alcanzar casi los 775 millones a mediados del siglo XVIII. En el caso de Europa como continente (incluyendo a rusia hasta los urales), el incremento fue igualmente notable: los 84 millones de europeos calculados para 1500 se habían convertido en 146 en 1750 (en torno al 20% de la población mundial en ambos casos).



En tercer lugar, el gráfico permite afirmar que desde finales del siglo XVIII la historia de la población mundial entra en una fase nueva y completamente diferente: una fase de expansión continua, rápida y muy acelerada. Entre 1750 y 1950, la población mundial pasó de sumar 771 millones a registrar 2.530 millones; una triplicación larga de efectivos en solo dos siglos. Y ese crecimiento insólito y súbito fue en gran medida alentado y sostenido por la expansión de la población europea, que pasó entre esas mismas fechas de 146 millones a 573 millones: una multiplicación por cuatro de sus efectivos en solo dos siglos. En términos porcentuales, la población europea pasó de representar el 18% de la humanidad a constituir una cuarta parte de la misma (nada menos que el 25,8% en 1900).



En definitiva, el perfil evolutivo que refleja el gráfico lineal de la población mundial demuestra que el inicio de la época contemporánea, a finales del siglo XVIII, supone la apertura de una nueva fase para la demografía humana caracterizada por el crecimiento virtualmente exponencial de sus efectivos. El contraste con las épocas anteriores, tanto la de estancamiento premoderno como la de leve crecimiento moderno, es así muy acusado y muy notorio.



Explicación



La historia de la población humana sobre el planeta es, en términos generales, el relato de un lento crecimiento desde las épocas más antiguas hasta la verdadera explosión demográfica que tiene lugar con el inicio de la época contemporánea. todo parece demostrar que las limitaciones naturales y seculares al crecimiento demográfico que operaron hasta finales de la Edad Moderna fueron eliminadas de modo eficaz y acelerado en esas décadas de transición entre las postrimerías del siglo XVIII y el inicio del siglo XIX.



Como toda especie animal viva, la humanidad experimentó ciclos de crecimiento y de recesión en función de varios factores naturales determinantes. En primer lugar, la disponibilidad en abundancia o con escasez de alimentos y recursos (materias primas, energía) para subsistir y reproducirse con éxito y continuidad. En segundo orden, la capacidad para resistir el azote de las plagas, las enfermedades y las epidemias de mayor o menor incidencia benigna o mortal. Y en tercer lugar, las bajas y pérdidas derivadas de enfrentamientos de los grupos humanos con otros grupos humanos (guerras) o con las fuerzas naturales y animales (catástrofes climáticas o geológicas o ataques de fieras grandes o pequeñas pero mortíferas). así pues, el hambre, las plagas y las guerras, como dignos jinetes del temido apocalipsis, acompañaron la marcha de la humanidad desde un principio y reinaron sobre la misma a lo largo de la historia con mayor o menor intensidad y predominio relativo.



Según todas las estimaciones, los primeros grupos humanos hubieron de ser limitados en número global (quizás algo más de uno o dos millones durante la expansión geográfica del Homo Sapiens Sapiens hacia el 40.000 a. c.) y vivían agrupados en pequeñas bandas de familias consanguíneas de carácter nómada, recolectoras y cazadoras-pescadoras. su ocupación casi exclusiva y vital consistía en atender del mejor modo posible y con los medios disponibles (los naturales y los «artificiales»: útiles fabricados por su mano prensil según los dictados de su cerebro pensante) las tres necesidades básicas de toda comunidad humana por definición: 1°) buscar víveres alimenticios para reponer fuerzas y energías en grado mínimo o máximo; 2°) procurarse vestimenta para cubrir su frágil cuerpo expuesto y sin pieles naturales protectoras; y 3°) construir viviendas para guarecerse de las inclemencias temporales y asegurarse contra ataques potenciales de enemigos humanos o animales.



El descubrimiento durante la revolución neolítica (hacia el 10.000 a. C.) de la agricultura y de la domesticación de animales, seguido pronto del descubrimiento de la metalurgia básica, permitió un salto enorme en las cifras demográficas hasta entonces estabilizadas. la población humana probablemente se multiplicó por diez en los siguientes mil años y llegó a efectivos en torno a los ciento cincuenta millones de personas, aprovechando el enorme aumento de medios de subsistencia que esas innovaciones conllevaron y desarrollaron. por eso mismo, las sociedades neolíticas y posneolíticas experimentaron cambios internos tan acusados y «revolucionarios »: proliferación de poblamientos sedentarios para cuidar de las plantas y animales domesticados; surgimiento de las ciudades con segmentos de población dedicados a actividades ya no agrícolas ni ganaderas; aparición de entidades políticas de administración colectiva que no estaban basadas en la consanguinidad sino en el territorio (el Estado); aumento de la división social del trabajo e incremento de la diversificación y jerarquización interna de los grupos sociales; innovaciones culturales ligadas a la vida sedentaria (cerámica, escritura, moneda...).



Aunque el neolítico conmocionó la historia de la evolución humana, no por ello modificó la naturaleza de los mecanismos demográficos que regulaban el crecimiento de las poblaciones desde sus orígenes. si bien el descubrimiento y aprovechamiento de los nuevos medios de subsistencia derivados de la agricultura, la ganadería y la metalurgia hicieron posible el crecimiento natural de la población, este siguió estando sometido a lo que se ha venido en llamar «régimen demográfico antiguo o natural».



En dicho régimen demográfico, el crecimiento vegetativo era la resultante de unas tasas de natalidad muy altas (en torno al 40‰) compensadas y equilibradas por unas tasas de mortalidad igualmente muy altas (rondando el 40‰). El devenir de ese crecimiento era por tanto muy estable y equilibrado dentro de sus fluctuaciones ocasionales, como puede verse en el gráfico, en la medida en que las fases expansivas y alcistas eran seguidas de fases depresivas correctoras. así, las épocas de buenas cosechas agrarias sucesivas, pequeñas mejoras productivas (un nuevo arado, la invención del estribo, la adaptación de un cultivo...), paz generalizada y ausencia de graves epidemias (como fue el caso de los tres primeros siglos del imperio romano, a título ilustrativo), permitían que la relación población-subsistencias fuera favorable y se manifestara en incrementos demográficos notorios. sin embargo, las épocas de malas cosechas consecutivas, estancamientos productivos, guerras generalizadas y epidemias devastadoras (como la peste negra que en el siglo XIV pudo causar la muerte de más de un tercio de la población europea), restablecían las proporciones y señalaban los límites naturales de todo crecimiento demográfico excesivo. parece evidente que a la altura del siglo XVIII los casi 775 millones de habitantes registrados en el mundo constituían el límite máximo soportable dentro de ese modelo demográfico cuya esperanza media de vida personal era bastante baja y oscilaba entre los 25 años (de épocas depresivas) y los 35 años (de fases expansivas). Y también parece evidente que por esas fechas, al igual que en el Egipto faraónico, el espectro del hambre era tan familiar a los individuos que seguía siendo una obsesión cotidiana y recurrente en el inconsciente colectivo. El caso reciente de España servía de recordatorio fehaciente: entre 1590 y 1650 (la famosa crisis del xvii: primera mitad), el país había perdido bajo el efecto del hambre pertinaz un tercio de sus habitantes (cayó de 9 a 6 millones) a la vez que perdía su papel de primera potencia hegemónica mundial.



A finales del siglo XVIII, como permite apreciar de manera incontestable el gráfico, el régimen demográfico antiguo quedó desterrado y se abrió paso a una rápida transición hacia un nuevo régimen demográfico moderno plenamente operativo en el siglo XIX y con posterioridad. a tenor del nuevo régimen, las tasas de mortalidad descendieron aceleradamente, en tanto que las tasas de natalidad se mantuvieron altas durante un lapso intermedio prolongado (antes de caer abruptamente ya en el siglo XX en las sociedades occidentales), a la par que las tasas de supervivencia media sufrían una elevación constante y sostenida: de 36,9 años en 1750 en Gran Bretaña saltó a 40 en 1850, a 48 en 1900 y a 62,8 en 1930. En definitiva, con los mismos nacimientos pero con muchas menos muertes, la supervivencia natural hasta la vejez dejó de ser un privilegio de unos pocos para convertirse en el destino de la mayoría en la llamada época contemporánea y en las sociedades industrializadas.



En este último adjetivo que acompaña a la palabra «sociedad» residió una de las claves fundamentales de ese proceso de transición rápido y acelerado hacia el régimen demográfico moderno: la revolución industrial, con todos sus diversos efectos socioproductivos y culturales, permitió abrir la senda de un crecimiento económico sin parangón histórico que amplió de manera casi ilimitada e indefinida las subsistencias y los recursos necesarios para atender a esa población creciente y cubrir sus necesidades básicas (víveres diversificados, viviendas urbanas y vestimentas novedosas) y otras que no lo eran hasta entonces (medios de transporte, sistemas de comunicación, medicinas y servicios). dicho de modo conciso y abreviado, las transformaciones operadas por la industrialización permitieron intervenir decisivamente en las limitaciones naturales al crecimiento vegetativo hasta entonces imperantes.



Ante todo, tuvo lugar una intervención decisiva en la lucha contra el hambre. El incremento de la producción y de la productividad agraria e industrial permitió aumentar los recursos alimenticios hasta abastecer con creces a los nuevos demandantes de bienes y víveres. Y ello no solo porque la agricultura intensiva e industrializada produjese más y mejor: las vacas inglesas de la era moderna solo producían una media anual de 500 litros de leche con bajo contenido en grasas; las vacas norteamericanas en el siglo XIX producían 3.000 litros anuales de leche con alto contenido graso; la relación semilla-producto que era de 1 a 2-3 en los cereales de la era moderna se convirtió en una relación de 1 a 30 para el trigo y de 1 a 400 para el maíz en la época contemporánea, si no porque los nuevos medios de transporte permitían conectar producción y consumo en poco tiempo (evitando así el despilfarro: los productos perecederos llegaban del huerto al mercado en horas), a la par que la tecnología química desarrollaba medios para controlar las plagas y fomentar los productos (nuevos abonos, aperos tecnificados, cruces genéticos...). El resultado fue que las poblaciones crecientes de las sociedades en vías de industrialización superaron los techos de cristal nutricionales previos y pudieron comer y dar de comer a sus hijos sin casi restricción alguna. dos datos simples permiten corroborar esa afirmación: la ración alimentaria diaria del francés adulto masculino progresó desde las 2.400 calorías en 1840 hasta las 3.200 calorías en 1890; las tasas de mortalidad en Europa descendieron hasta el 20‰ a mediados del siglo XIX y siguieron su caída en las décadas posteriores.



En segundo orden, tuvo lugar una lucha contra las plagas, enfermedades y epidemias de todo tipo. El progreso de las ciencias médicas, junto con la mejora en la nutrición y la mejora en la higiene, posibilitaron una mayor resistencia genérica ante esos azotes seculares, limitaron su frecuencia e intensidad y propiciaron un incremento poblacional al compás del mantenimiento de las tasas de fecundidad y de la reducción de la tasas de mortalidad infantil: las mujeres solían tener del orden de 5 o 6 hijos que ahora sobrevivían a la muerte en su crítico primer año de vida. A este respecto, cabe recordar el efecto de la vacuna contra la viruela descubierta por Edward Jenner en 1798; la disminución de la incidencia del tifus por la atenuación de las crisis de subsistencias; la reducción del impacto del cólera por las medidas sanitarias para controlar el agua (antes incluso de que robert Koch identificara el bacilo del cólera en 1883, un año después de haber aislado el bacilo de la tuberculosis); la prevención sanitaria y profiláctica a cargo de las autoridades públicas para controlar la calidad de las aguas potables urbanas o para recoger las aguas residuales mediante sistemas de alcantarillado subterráneo obligatorio, etc.



La enorme diferencia entre el bienestar material y personal que acompañaba la expansión de la industrialización fue bien percibida en las propias islas Británicas que constituyeron el escenario de la primera revolución industrial. a diferencia de la isla de Gran Bretaña, la isla de irlanda apenas fue afectada por ese proceso en la primera mitad del siglo XIX. Y fue escenario de una de las últimas y más graves crisis de subsistencias del régimen demográfico antiguo en el continente europeo. En 1841 la población irlandesa había alcanzado una situación de cuasi-saturación con 8,2 millones de habitantes que seguían alimentándose de una dieta basada fundamentalmente en la patata. En 1845 la cosecha de patatas fue seriamente afectada por una infección de hongos y, al año siguiente, la misma cosecha fue casi totalmente destruida por el mismo hongo. El invierno de 1847-1848 trajo consigo hambre y miseria, acompañando al tifus y forzando una emigración masiva. se calcula que la bautizada como «Gran hambre» irlandesa provocó entre 1,1 y 1,5 millones de muertos más que la mortalidad tradicional y abrió las puertas a una corriente migratoria (mayormente a los Estados unidos) que llegó a cifras medias de 200.000 personas anuales entre 1847 y 1854. En 1910 la población irlandesa se había reducido a 4,5 millones de habitantes, casi la mitad de la que había en vísperas de la tragedia demográfica de 1847.



En definitiva, como el gráfico aquí comentado prueba sin duda alguna, es evidente que la revolución industrial y el consecuente crecimiento económico autosostenido acompañó y estimuló el desarrollo de la población al permitir tasas de incremento vegetativo anual sólidas y expansivas, al igual que el aumento de la esperanza media de vida y la reducción de las tasas de mortalidad infantil y general. Y sus efectos no quedaron reducidos a los países y sociedades donde comenzó el fenómeno, sino que fueron extendiéndose por distintas vías (colonización y control imperialista, difusión de innovaciones médicas, imitación de medidas sanitarias y profilácticas...) a todos los rincones del globo, que experimentaron esa misma expansión demográfica aunque fuera en ritmos de intensidad más templados y moderados. Aunque queda ya fuera del registro del gráfico, quizá sea preciso añadir que ese crecimiento mayúsculo siguió su curso en los años posteriores a 1950. De hecho, en el año 2005 la población mundial censada rondaba ya los 6.500 millones de habitantes. De esa impresionante cifra total, las regiones del planeta más desarrolladas (esto es: las más industrializadas) acogían a 1,21 millones de habitantes. Los restantes 5,25 millones de habitantes del mundo se distribuían por las regiones del planeta menos desarrolladas (o, según otros criterios: en vías de desarrollo; estancadas en el subdesarrollo; en el tercer Mundo). El peligro y desafío que implica ese volumen global tan desorbitado y esa composición interna tan desequilibrada no escapa en la actualidad a nadie sensatamente informado. Las siguientes palabras del historiador económico y demográfico Carlo M. Cipolla pueden servir de colofón en este sentido:



Donde quiera que la revolución industrial arraigó, desaparecieron las grandes epidemias y la mortalidad ordinaria se redujo a niveles que oscilaban en torno al 10‰. La natalidad se redujo con retraso respecto a la mortalidad, y en muchas, demasiadas partes del globo, aún no ha empezado a reducirse [el grave problema desde los años cincuenta del llamado tercer Mundo: altas tasas de natalidad unidas a baja mortalidad y sin recursos para alimentar a todos]. La divergencia entre baja mortalidad y relativamente alta natalidad causó y sigue causando el aumento de la población. En los países industrialmente más avanzados la natalidad ha llegado ahora a niveles adecuados a los de la mortalidad, pero considerando la población mundial en su conjunto, se ve que la divergencia es aún del orden de más del 2 por 100. Como he dicho antes, este aumento no puede durar al infinito, y solo hay dos soluciones: disminuir la natalidad o aumentar la mortalidad. La primera solución sería una solución racional. la segunda significaría lutos y desastres.