A la actriz y dramaturga Alicia Montesquiu le golpeó duro una información que, según revela a El Cultural, leyó en la prensa en torno a las hermanas de Manolete. Al parecer, una vez fueron a verle a la plaza de Córdoba y el público, congregado para vitorear al mítico diestro, se volvió contra ellas y las abucheó. Silbidos e insultos al unísono. Vergüenza. “Por lo que hay publicado, las dos hermanas mayores fueron prostitutas. Aquel suceso me impactó mucho”, explica. Tan áspera se puso la situación que las dos mujeres tuvieron que hacer mutis del coso.

Esa escena es el chispazo que la movió a escribir Las hermanas de Manolete, obra que estrena este sábado en el Teatro Fernán Gómez, con Gabriel Olivares en la dirección e interpretada por la propia Montesquiu, Alicia Cabrera y Ana Turpin. “A partir de ahí articulé una historia de ficción en clave de tragicomendia, con tono berlanguiano, que refleja lo dura que fue la vida al lado del torero”. Montesquiu ha trabajado durante un año peinando fuentes para otorgarle rigor historiográfico a su ‘relato’ escénico. No ha sido un proceso fácil. “Sobre la familia del torero no hay muchas cosas, aparte de la información sobre la madre puramente biográfica”.

Ante esa dificultad, ha optado por trazar a estos dos personajes femeninos como arquetipos válidos para representar al grueso del universo femenino en aquella España de los años 40, la de las cartillas de racionamiento, el aceite de ricino, los estraperlistas y el hambre, tanta hambre. “Y machismo. Muchísimo”, añade a la enumeración Montesquiu, que reprocha al matador que, en aquella ocasión, no saliera en defensa de sus vilipendiadas hermanas abandonando ipso facto la plaza. No lo hizo y, a su juicio, “eso cuenta mucho”, dando por hecho que tuvo constancia en directo del incidente.

Dicho esto, también rompe una lanza en favor Manuel Laureano Rodríguez Sánchez, que es como realmente se llamaba. Este se crio en un matriarcado. Dicen -¿rumor fundado?- que cuando volvía de las corridas, ya de madrugada, se metía en la misma cama de su madre. Era, según esa perspectiva, un vitellone (como denominan los italianos a los hijos incapaces de romper amarras con sus madres) de manual. Un hombre pues abducido por el complejo de Edipo. Las hermanas pululaban alrededor, discretas. Manolete el chico de sus entretelas, colocado por todas ellas en un pedestal.

En principio, Manolete no se atrevía, por costumbre, a contradecir la autoridad de su madre pero cuando se encaprichó de la avanzada Lupe Sino (otra figura crucial en la función) y se fue a vivir con ella la relación con su familia se tensó. Porque él intentó, esta vez sí, mantener su posición. Y tuvo que enfrentarse a su conservador entorno. “Era un hombre mucho más sensible que la mayoría, no le importaba que Lupe Sino fuese liberal, que no pudiera tener hijos, que ya se hubiese casado antes, y un sinfín de cosas que en la época eran tabú”, apunta Montesquiu. Y añade, para precisar su visión de tótem de la tauromaquia: “Era moderno para su época, en el vestir siempre a la última y muy personal, en las juergas- lo probó casi todo-, en su corazón… Pero era hombre y torero en los años 40, así que no era precisamente el adalid del feminismo”. Claro.

La puesta en escena es cambiante y sorprendente, con toques hiperrealistas, según Montesquiu. “El vestuario es de la época y cuidado al detalle. Hasta tal punto que aparece una copia del traje de luces con el que murió Manolete en la plaza de Linares”. Que no era de purísima y oro, como ha grabado Sabina en el inconsciente colectivo, sino de rosa palo y -eso sí- oro.