En la muerte, tras larga enfermedad, de Krzysztof Penderecki, nacido en la ciudad polaca de Debica en 1933 y Premio Príncipe de Asturias de las Artes en 2001, hemos de hablar de un músico especialmente dotado y camaleónico, que sin duda  fue una de las grandes figuras de la composición musical del siglo XX, aunque determinadas vanguardias le dieran la espalda desde el momento en el que empezó a volver grupas y buscarse territorios sonoros más confortables que aquellos a los que se había acogido en su juventud, a poco de salir del Conservatorio de Cracovia, del que sería años más tarde docente. Sus primeas obras, en la línea rompedora de un Lutoslawski, afín en muchos aspectos a los dictados de Darmstadt, causaron gran impacto: Anaklasis, para arcos y percusión (1960), Polymorphya, para 48 arcos (1961, empleada en dos conocidas películas, El resplandor y El exorcista) y Treno a las víctimas de Hiroshima para 52 instrumentos de este tipo (1961) lo situaron en el mapa internacional.

Esas tres fundamentales partituras informan acerca de la especial habilidad del músico para tratar los instrumentos de cuerda, a los que dedicó gran parte de su producción. Hay que recordar que en sus años mozos él mismo era un excelente violinista y que siempre dedicó al arco muchas de sus preocupaciones. Pocos autores contemporáneos han sabido extraer de estos instrumentos efectos tímbricos tan variados e inéditos, que dieron a ciertas obras, por ejemplo, a la más famosa y citada Treno, tan lumínica apariencia y que llegó hasta a impresionar favorablemente a un público tan conservador como el constituido por los abonados de la Orquesta Nacional, en cuyos atriles se estrenó en España años ha tan reveladora composición. El respetable del Palacio de la Música y del Monumental Cinema aplaudió, en efecto, unos pentagramas que partían de un particular manejo de los arcos, que producían efectos sonoros similares a los de la música electrónica.

En lo que se podría considerar primera madurez, instalado ya en una zona creadora más templada, de un bien organizado eclecticismo, con resabios e influencias diversas –incluidas las del gregoriano, de Stravinski, incluso de Wagner o aquellas derivadas de un sui generis tardorromanticismo, más acusado a medida que pasaban los años-, el compositor dio a luz algunas de sus obras más célebres: Pasión según San Lucas (1962-1965), Dies irae (1967), De natura sonoris (1965-66), Capriccio para violín (1967), Utrenija y Kosmogonia (1970) y, por supuesto, la ópera Los diablos de Loudun, basada en un hecho histórico de brujería del siglo XVII (Hamburgo, 1969), que se estrenó en España oportunamente. El gran público, incluido el nuestro se sobrecogió en tiempos con esta recargada pintura de tintes expresionistas, cuajada de disonancias, de sobrecogedores claroscuros, de escritura tan esquinada como eficaz, organizada en torno a un libreto del propio autor basado en la obra de Aldous Huxley. Más tarde Penderecki probaría de nuevo la escena con El Paraíso perdido (Chicago,1978), basada en la obra de Milton.

El marchamo de calidad, que buscaba inteligentemente la mirada complaciente del gran público, lo encontramos en casi toda su producción, también aquella por la que fue siendo considerado cada vez en mayor medida un creador pasado de moda. Lo que hoy, cuando tantos vanguardistas están de vuelta, resulta singularmente chocante. Y que en todo caso no puede discutir la magnífica factura de partituras como la Sinfonía nº 2 'Navidad' (1970-1980) y el Concierto para chelo nº 2 (1982); o de otras posteriores, como el Concierto para violín, 'Metamorphosen' (1992-1995) o su última gran Sinfonía, la nº 8, 'Lieder der Vergänglichkeit' ('Cantos de lo efímero').

En 1983, en una etapa en la que ya había decidido diluir un tanto su aventurerismo y recurrir con frecuencia a la tradición, escribió un Concierto para viola, cosa nada rara por cuanto se trataba de una voz empleada con asiduidad en sus partituras orquestales. Poco después redactó a modo de apéndice una Cadenza, que fue estrenada en Lutawice, en el festival de música de cámara que lleva el nombre del autor, en septiembre de 1984. Aquí nos interesa destacar como ejemplo de la habilidad del músico, la manera en la que está trabajado un intervalo descendente de segunda menor (la bemol-sol), marcado expresivo y lento, que se convierte en el protagonista de la obra, que se cierra con la misma figura, trabajada episódicamente a lo largo del desarrollo. La sección central está ocupada por un brillante vivace, que evoca el aire y el ritmo de una giga de Bach. Una escritura evidentemente compleja pero de notable eficacia, brillantez y, en particular, atractivo para un oído no especialmente preparado. He ahí uno de los grandes secretos del compositor: la cercanía lograda a través de procedimientos canónicos ahormados y aplicados a un estilo personal.

Tenemos vivas en el recuerdo dos relativamente recientes presencias de la música del compositor en España. La primera, en febrero de 2016, fue a través de un concierto de la Nacional –que recordemos había estrenado Treno en lejana fecha- en el que se interpretaba el Requiem que nos permitió comprobar de nuevo la excelente factura de su escritura, adaptable fácilmente a cualquier oído. Caudalosa, pasajeramente refinada, de notable impulso rítmico y soberanamente instrumentada. Esta obra sinfónico-corral, inscrita en el periodo de renovación nacionalista (años 80), nos mostró nuevamente ese peculiar lenguaje que amalgamaba sabiamente influencias de todo tipo y que podía resultar a veces un tanto melodramático y exterior.

La segunda, en el verano de aquel año, nos dio además ocasión de ver al músico en su doble misión de director –actividad que no se le daba nada mal y en la que se desempeñaba portando la batuta con la mano izquierda- y creador. Fue en el Patio de Carruajes de el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, con la Orquesta Freixenet en el estrado. En el programa, junto a la Octava Sinfonía de Dvorák, dos composiciones suyas: el Adagio de su Sinfonía nº 3 y el Concierto para trompa, Winterreise (nada que ver con el ciclo liederístico de Schubert). Música agradable aunque sin la personalidad y potencia de otras salidas de su magín.