Con su primer y muy premiado cortometraje, Disco Inferno (2015), la realizadora bilbaína Alice Waddington, de 29 años, nos proponía un mundo propio marcado por la influencia de la estética rococó de la corte de Versalles previa a la revolución francesa, un universo de lámparas de araña, candelabros, vestidos suntuosos con miriñaque y máscaras. Con su primera película, Paradise Hills, presentada con éxito en el último Festival de Sundance y aclamada en festivales de medio mundo como la irrupción de una voz original y punzante, Waddington ahonda en el mismo imaginario para proponernos una potente alegoría del mundo contemporáneo, marcado por la división cada vez más clara entre una reducida clase alta y una amplia clase media empobrecida, la obsesión con la belleza y un estado de felicidad constante que se propaga en las redes sociales. Un mundo cada vez más clasista e hipócrita con tintes fascistas que la directora denuncia con una película visualmente suntuosa que cuenta una historia bien hilada y con calado ideada por ella misma y escrita por Brian DeLeeuw y Nacho Vigalondo.

El filme cuenta la odisea de Uma (Emma Roberts), una chica de clase alta cuya familia está arruinada y la obliga contra su voluntad a casarse con un millonario heredero. Para aplacar su rebeldía, su madre la encierra en un centro de rehabilitación de lujo del estilo del que conocemos por los famosos de Hollywood cuando curan sus excesos en el que no se trata tanto de controlar la adicción a las drogas de sus "pacientes" como de domar su carácter para que se comporten como las buenas señoritas que se espera de ellas. En una especie de hotel de lujo con rutinas de lavado de cerebro que recuerdan a las de La naranja mecánica (Stanely Kubrick, 1971) en el que los empleados van vestidos como cortesanos de Luis XIV y las huéspedes como aristócratas del siglo XVIII. Uma se hace amiga de una chica gordita de la que sus padres esperan que esté delgada y de una joven oriental cuyos escandalizados tíos y benefactores quieren cambiar con sus modos bruscos y “barriobajeros”.

Conocemos otras distopías que nos hablan de la brutalidad de mundos insanos en los que la felicidad se convierte en una exigencia como El mundo feliz de Aldous Huxley, donde vemos ese futuro terrorífico en el que una pastilla logra que desaparezcan la tristeza, el dolor y la angustia pero también todo lo que hace que la vida valga la pena. Hay ecos evidentes de la novela del autor británico en esta Paradise Hills que nos seduce por la voluptuosidad y la originalidad de sus imágenes pero también tiene la capacidad de aterrorizarnos y hacernos reflexionar por su fuerza metafórica. Bien construida como un potente thriller psicológico, el filme nos muestra un mundo de depredadación y brutalidad en el que campa a sus anchas la ley del más fuerte en un entorno de una perfección tan aséptica como protofascista.

@juansarda