Imagen de La fábrica de nada, una visión romántica de la precariedad

Pedro Pinho estrena La fábrica de nada, un proyecto "comunal" que abraza la solidaridad y el compañerismo en tiempos de cierres de empresas. Alejada de nostalgias revolucionarias, bordea sin miedo las fronteras de lo narrativo para buscar el cine ‘hecho políticamente' reclamado por Godard.

Con sus casi tres horas de drama social, musical neorrealista y ensayo político, La fábrica de nada -ganadora del Premio de la Crítica en el Festival de Cannes y del Giraldillo de Oro en el Festival de Sevilla- deviene en un verdadero regalo para aquellos que creemos que la coherencia entre el fondo y la forma es un criterio esencial para distinguir el gran cine. He aquí una película que apela a la resistencia de lo comunal en una era de capitalismo salvaje, y que lo hace desde la actividad de la productora portuguesa Terratreme, que trabaja como un colectivo audiovisual. De hecho, en los títulos de crédito, se anuncia que estamos ante "una película de João Matos, Leonor Noivo, Luísa Homem, Pedro Pinho, Susana Nobre y Tiago Hespanha", todos miembros de la productora, aunque luego se especifica que el filme está "realizado por Pedro Pinho". Así, desde su propia concepción, La fábrica de nada abraza valores como la solidaridad y el compañerismo, mientras su trama denuncia la ferocidad e inclemencia con la que los intereses financieros han convertido el tejido industrial del mundo globalizado en un territorio comanche de cierres y deslocalizaciones.



La premisa de La fábrica de nada responde a una realidad omnipresente en la crónica social europea del siglo XXI: un grupo de operarios descubre una mañana que los propietarios de la fábrica de ascensores en la que trabajan están desmantelando la maquinaria para llevar a cabo un proceso de "reestructuración". Ante la negativa de algunos empleados a aceptar un programa de bajas voluntarias, el colectivo inicia una protesta que desembocará en un intento de funcionamiento autogestionado. Sin embargo, este proceso de concienciación y organización distará mucho de ser un camino de rosas. Con la misma furia que reniega de la cara más inhumana del neoliberalismo, La fábrica de nada planta cara a una visión romántica y adocenada de la precariedad: su aspiración no es la de limpiar la conciencia del espectador, sino la de sembrar la reflexión ante una realidad alarmante. Y para ello, en lugar de heroísmos pírricos y catarsis dramáticas, esta audaz película portuguesa sostiene como estandartes de su discurso la mirada crítica y la alergia a lo dogmático.



El espectro de Europa

En paralelo a los intentos de los protagonistas por salvar sus puestos de trabajo, La fábrica de nada construye una serie de líneas de fuga en las que las estampas de industrias abandonadas (que remiten al método documental de Chantal Akerman o del matrimonio Straub-Huillet) se hermanan con una voz en off femenina que apunta, por ejemplo, a que "un espectro acosa a Europa. El espectro de su fin". Una profecía en la que resuenan los ecos de Marx y Engels, aunque aquí los aires de levantamiento son sustituidos por un inquietante vaticinio apocalíptico. En la película de Pinho no hay lugar para la nostalgia revolucionaria: el impulso de un veterano de la Revolución de los Claveles que propone tomar de nuevo las armas se presenta como un gesto obsoleto, no carente de un cierto patetismo. Por el contrario, la película se recrea fervientemente en la actuación de un grupo de punk-rock liderado por uno de los operarios de la fábrica, el joven Zé (José Smith Vargas). La rebeldía encuentra múltiples vías de expresión en esta película que bordea sin miedo las fronteras de lo narrativo y lo ensayístico para dar forma a ese cine "hecho políticamente" que reclamaba Jean-Luc Godard.



'La fábrica de nada' es una profecía en la que suenan los ecos de Marx y Engels con inquietantes vaticinios apocalípticos

La fábrica de nada comenzó a gestarse en 2011, cuando la productora Terratreme inició una colaboración con el veterano cineasta y dramaturgo portugués Jorge Silva Melo. La idea inicial consistía en convertir la obra de teatro homónima de la holandesa Judith Herzberg, estrenada en 1997, en un musical. La producción había obtenido financiación del ICA (Instituto Portugués de Cinematografía), y cuando Silva Melo abandonó el proyecto por motivos personales, Pinho asumió la escritura del guion junto a sus compañeros Luísa Homem, Leonor Noivo y Tiago Hespanha. En este punto, el equipo de Terratreme optó por apropiarse por completo del proyecto: trasladaron la acción del filme a una zona industrial al norte de Lisboa y se instalaron a vivir allí para realizar una investigación basada en entrevistas a trabajadores en situación de despido o implicados en la lucha sindical. Bajo este paraguas neorrealista, y sin renunciar a la autorreflexividad del cine de la modernidad, Pinho y compañía decidieron empaparse de la actualidad portuguesa y hacerle justicia.



Este proceso de hermanamiento con lo real desembocó en dos hallazgos afortunados. Por una parte, la decisión de contar con un elenco de intérpretes no profesionales, algunos de ellos operarios de fábricas que incorporaron sus propias experiencias al filme a través de unos ejercicios de improvisación. Y luego se dio la casualidad de que la fábrica elegida como escenario del filme, especializada en la construcción de ascensores, había sido ocupada por sus trabajadores en la revolución de 1974 y mantuvo un sistema de autogestión (con más de 300 trabajadores) hasta la década de 1990 cuando tuvo que cambiar su estado para acceder a créditos bancarios. La fábrica finalmente cerró en 2016.



Ficción y documental

Este conjunto de promiscuidades entre ficción y documental se inscriben con naturalidad en la obra de Pinho, que en 2008 estrenó el documental Bab Sebta -sobre los inmigrantes subsaharianos que intentan entrar en Ceuta y Melilla- y que luego en 2013 presentó la ficción Un fin del mundo, sobre un grupo de adolescentes a las puertas de la edad adulta. Títulos que perfilan, en el imaginario de Pinho, una equidistancia entre la antropología fílmica y la dramaturgia más clásica. Un equilibrio entre lo social y lo emocional que explica las deudas reconocidas por el propio Pinho para con el modelo de cine militante de las películas de Robert Kramer, La Salamandra (1971) de Alain Tanner o Tierra y Libertad (1995) de Ken Loach. En todo caso, cabe advertir que La fábrica de nada se desmarca de la deriva maniquea tomada por el reciente cine de Loach, mientras hace gala de un saludable sentido del autocuestionamiento.



Un lugar fronterizo

El filme se acaba posicionando en un lugar fronterizo, no carente de ambigüedad, entre la fe en las nuevas formas de autogestión y el abatimiento ante la perspectiva de su imposibilidad. La euforia por la súbita resurrección de un espíritu revolucionario choca con la depresión por la evidencia de un contexto plagado de obstáculos.



Concebido como una obra polimórfica, y enfrentado a la ortodoxia, el filme alcanza su cénit con un baile de amateurs
En su búsqueda de una articulación del lenguaje cinematográfico cargada de sentido político, La fábrica de nada prolonga sin miedo las escenas en las que los operarios ocupan sus puestos de trabajo sin tareas por hacer, entregados a una ociosidad (uno de los posibles sentidos de la "nada" del título) que se transfigura en un puro gesto de resistencia. Imágenes aparentemente vacías, pero más cargadas de significado que el convencional retrato del drama familiar de Zé, el operario punk. Concebida como una obra polimórfica, enfrentada a la ortodoxia fílmica, La fábrica de nada alcanza una de sus cumbres expresivas en una escena musical que vibra al son ortopédico de sus intérpretes amateurs. La resultona coreografía y la alegre implicación de sus no actores avivan la llama de la fantasía, pero, lejos de los memorables ballets industriales de Bailar en la oscuridad de Lars von Trier, la tosquedad del conjunto acentúa la idea de un simulacro estéril. Una evidencia que se subraya cuando descubrimos que el número musical forma parte de una película dentro de la película que dirige un misterioso individuo (interpretado por el documentalista italiano Daniele Incalcaterra) que parece turnarse en los roles de director de cine, agitador social y politólogo nostálgico.



Filmada con 200 cajas de película de 16mm, La fábrica de nada, con su estética artesanal, construye un espacio de reflexión abierto a las contradicciones. Por una parte, el filme no vacila a la hora de albergar los vaticinios más aciagos. Una voz en off cita el libro À nos amis del colectivo anarquista francés ‘comité invisible': "La crisis presente, permanente y unilateral, ya no es una crisis clásica, un momento decisivo, es lo contrario, es un final sin fin. Un Apocalipsis sostenible". Y, sin embargo, en su relato de oposición y organización obrera, La fábrica de nada se empeña en demostrar que la solidaridad y la conciencia política todavía pueden obrar milagros. De hecho, la propia existencia de esta película meditativa destaca como una aparición extraordinaria.