Roberto Farias en El club de Pablo Larraín

El chileno Pablo Larraín, director de No, regresa con El club, una dura, sofocante, viscosa crónica de encierro en torno a unos sacerdotes purgando sus pecados. Con el abuso sexual como motor dramático, Larraín vuelca su inteligencia en un filme construido alrededor de los secretos.

Ciertos temas llevan colgado el sambenito perpetuo de la controversia y el tabú, de aquello que es tan delicado y frágil que solo con mirarlo ya se rompe. Sin duda, la pedofilia sacerdotal es uno de ellos. Mejor mirar hacia otro lado. El director chileno que asombró con la perversidad disfrazada de ironía (o burla) en Tony Manero (2008) y No (2012), aquella película en torno a la campaña para derrotar a Pinochet en referéndum, opta por observar los efectos sabedor de que es inútil explorar las causas. Vuelca su bilis creativa y su inteligencia fílmica en el retrato de unos religiosos en penitencia, apartados por la propia Iglesia Católica a purgar sus pecados en una residencia costera de autogestión, apartada del mundo, donde viven impunes y escondidos para salvaguardar el nombre de los altos mandatarios eclesiásticos. La Iglesia lava sus trapos sucios en casa.



Vigilados y cuidados por la hermana Mónica (Antonia Zegers), el grupo de curas (Alfredo Castro, Alejandro Goic, Jaime Vadell y Alejandro Sieveking) no puede tener ningún contacto con el exterior y lleva una estricta rutina, aunque pasa la mayor parte del tiempo entrenando un galgo, por el que apuestan en las carreras locales. Y además ganan mucho dinero con ellas. El pequeño santuario que han forjado entre la oración y el juego se ve interrumpido por dos acontecimientos simultáneos de consecuencias letales: la llegada de un nuevo cura y de un pescador alcohólico (Roberto Farías) que ha reconocido en él al párroco de cuya perversión libidinosa fue víctima en su infancia. Un investigador interno de la Iglesia (Marcelo Alonso) se instala en la residencia, en el club (que como todo club atiende a sus propias reglas al margen de los cánones de la sociedad civil), con la determinación de cerrarla y de interrogar a sus inquilinos sobre el trágico suceso que activa el relato.



Larraín observa pero no espía. Encuadra a los curas de frente, les filma acaso como lo haría un antropólogo si también fuera un esteta, espolea sus incómodas conciencias. El club se construye básicamente alrededor de los secretos, que la propia puesta en escena va velando y desvelando, a partir de un guión enhebrado con sutileza que atiende tanto al drama colectivo como a las motivaciones individuales, cuyas psicologías se convierten en pregnantes símbolos. La víctima traumatizada se ofrece así como el emblema de una postura ambivalente, que navega entre la rabia y la culpa, entre el odio y la devoción. Nada es lo que parece ser, y precisamente en ese discurso de las apariencias y las expectativas truncadas es donde reside la verdad metafórica del filme y su seducción narrativa, que en ningún momento quiere ser complaciente con los lugares comunes o los retratos de una sola pieza. Larraín entiende que no se puede hablar de la opacidad desde la transparencia.



Color ceniza

Quizá lo más espectacular de El club -cuya decisión ética pasa precisamente por no convertir la abyección en espectáculo- acontezca en el subsuelo de la propuesta, en el modo en que Larraín dirige su ira hacia la corrupción moral de la institución eclesiástica sin perder de vista las complejidades de la naturaleza humana. El resultado es a veces negro como una sotana, viscoso, sórdido, escalofriante, envuelto en el color ceniza de una atmósfera gris y brumosa, fotografiada con acuciante expresividad por Sergio Armstrong, de manera que la temperatura azulada del color y el desenfoque general de los planos radiografían el estado del alma. No es fácil comulgar con los monstruos, pero Larraín tampoco quiere negarles la palabra o, acaso, la posibilidad redentora. Solo con mirarlos, ya se rompen.



@carlosreviriego