Un irreconocible Antonio Banderas protagoniza Autómata.

El estreno de Autómata, coproducción española con look internacional, viene a sumarse a un número cada vez mayor de títulos que intenta devolver a la ciencia-ficción su poder especulativo, reflexivo y, sobre todo, rigor científico. Cautivo del fantástico y el cine familiar, el género trata de recuperar con una serie de estrenos recientes la atracción por la filosofía y las visiones proféticas, a menudo perdidas entre el sonido y la furia de los efectos especiales. El director Gabe Ibáñez, a quien entrevistamos, se incorpora a la estela de Christopher Nolan, Jonathan Glatzer y otros cineastas.

Con la complicidad de Antonio Banderas, siempre inquieto, en coproducción con Bulgaria, que pone su eficaz infraestructura técnica, y con la presencia de un reparto internacional que incluye, aparte del propio Banderas, nombres como los de Dylan McDermott, Robert Forster, Melanie Griffith o Javier Bardem -poniendo voz a un robot-, el director Gabe Ibáñez propone en Autómata un futuro próximo, donde la humanidad sobrevive en ciudades aisladas en medio de un yermo radiactivo, protegidas de las alteraciones solares y una contaminación letal que se sustenta, a su vez, en la presencia de eficaces robots, creados y comercializados por una poderosa multinacional.



En un futuro de guetos y pobreza, bajo una constante lluvia ácida, los autómatas se han convertido en parte omnipresente de la sociedad, objetos de consumo, criados, trabajadores y mascotas, explotados e inofensivos ya que, siguiendo los viejos principios asimovianos, han sido programados en base a dos protocolos inamovibles: la imposibilidad de hacer daño a ningún ser vivo y la de manipular su propia estructura, realizando cualquier reparación o alteración de ésta. Naturalmente, la historia comienza cuando empiezan a detectarse casos en los que, de momento, el segundo protocolo está siendo incumplido, por imposible que parezca.



El nuevo siglo está pidiendo a gritos una ciencia-ficción que sea tan inteligente, tan arriesgada y tan rigurosa como lo fue en el pasado siglo

La mayor debilidad de Autómata estriba en su excesivo carácter derivativo, tanto del escenario distópico y el estilo noir impuestos por Blade Runner hace más de tres décadas (chistes de tortugas aparte), como del concepto de las leyes robóticas creado por Asimov, pese a lo cual, la atmósfera visual y el tratamiento del material poseen un carácter propio, típicamente europeo, que remiten felizmente a las texturas grisáceas del dibujante Enki Bilal y la mítica revista Métal Hurlant. Con menos dinero y ostentación, el filme de Gabe Ibáñez resulta mucho más digno e interesante que, por ejemplo, la adaptación oficial (que no fiel) de Yo, robot, firmada por Alex Proyas.



Un hombre obsoleto El meollo de Autómata es una hipótesis científica a la que muchos expertos en el estudio de la I. A. (Inteligencia Artificial), como Hans Moravec, dan pábulo: la posibilidad del desarrollo evolutivo de autoconciencia en organismos cibernéticos creados por el hombre. Un hombre que, bajo las apocalípticas circunstancias del filme, habría quedado obsoleto, condenado a la extinción y su sustitución por autómatas capaces de replicarse y autorrepararse.



Una imagen de Trascendence

Pero el surgimiento de la I. A., lo que en términos científicos es denominado a menudo como "la singularidad", está íntimamente ligado, más que a la robótica, a la posibilidad de una hibridación entre el ser humano y un software informático capaz de almacenar y organizar toda la información contenida en el cerebro del hombre. Aquí es donde ciencia, ciencia-ficción e incluso cierto inquietante misticismo se funden y confunden, como ocurre en Trascendence de Wally Pfister. Una frase de Moravec pareciera haber inspirado directamente el filme protagonizado por Johnny Depp: "La posibilidad de trasplantar mentes (a programas informáticos) facilitará la tarea de devolver a la vida a alguien que haya sido grabado y almacenado cuidadosamente". Esto es lo que ocurre cuando el Dr. Caster es asesinado por un grupo fanático de neoluditas.



Imprevisible y amenazador

El problema -eterno dilema de Frankenstein- es que la mente de Caster, conectada a un ordenador inteligente llamado PINN (Physically Independent Neural Network), descendiente directo del viejo HAL 9000, se convierte en algo distinto, imprevisible… y amenazador. Especialmente cuando accede a Internet, transformada en una fuerza omnipresente en la red global. Aunque en buena medida Trascendence es una vieja Serie B científicamente aggiornada, con algo de remake inconfeso de Colossus: el proyecto prohibido (1970), hay que reconocer que Pfister y su guionista no han hecho mal los deberes: pese a excesivos saltos cuánticos en los milagrosos poderes de PINN, gran parte de su especulación científica es interesante y rigurosa (incluyendo el guiño a Alan Turing, uno de los padres de la I. A.) También acertado resulta su enfoque objetivo de todos los ángulos del problema, mostrando los motivos racionales tanto de científicos como de neoluditas, la oscura posición de las organizaciones gubernamentales, la posibilidad de posturas intermedias y un escenario distópico final que evidencia los vicios y virtudes de nuestra sociedad tecnológica... y su posible colapso. Raramente Hollywood se arriesga a tales dosis de sutileza, aunque no falten explosiones y zombis. Quizá por eso la película fuera un fracaso en taquilla.



La especulación sobre los límites de la ciencia, las cuestiones polémicas y anticiparse a los desarrollos tecnológicos son el motor del género
La especulación sobre los límites de la ciencia, abordar cuestiones polémicas, la anticipación de futuros desarrollos tecnológicos posibles y su influencia en la sociedad, sin traicionar la verosimilitud, con cierto rigor científico aún en las tramas más fantásticas, es el constante motor de la mejor ciencia ficción. Un territorio que el cine solo alcanzó a finales de los años 60 y primeros 70, cuando Kubrick y su 2001 (1968) revolucionaron el género... Y que fue casi abandonado a partir de La guerra de las galaxias (1976) y Blade Runner (1982), pese a las virtudes de ambas. Ciencia-ficción y thriller de acción se convirtieron en eternos compañeros de viaje, no siempre en perfecta simbiosis, sufriendo mucho la primera a manos del segundo y alcanzando rara vez el equilibro del seminal filme de Ridley Scott, que impuso un paradigma visual cuyo peso sigue aplastando hoy buena parte del género. La puntilla la pondría Matrix (1999) entrando ya en el siglo XXI, con su espectacularización total y la sumisión de sus elementos científicos, especulativos y filosóficos a la coreografía de artes marciales y el estilismo.



Una imagen de Interstellar

Ahora, parece surgir un pequeño núcleo resistente. Una avanzadilla que retrocede hasta el espíritu e incluso el estilo de la ciencia ficción de antaño, "seria" y "dura". Nadie más obsesionado por este rigor que Christopher Nolan, productor de Trascendence y director de Interstellar, la superproducción destinada a ser el 2001 del siglo XXI. O eso esperábamos. Contando con asesores como el físico teórico Kip Thorne, puede afirmarse sin temor a exagerar que el filme de Nolan es uno de los más serios intentos jamás realizados en el género por permanecer fiel a los conocimientos científicos actuales sobre el universo y sus fuerzas -de la gravedad a la relatividad especial, pasando por la física cuántica, los agujeros negros, la cuarta dimensión...-, arriesgándose a llevar estos conocimientos a sus límites, pero sin transgredir descaradamente su lógica. No todos los científicos están de acuerdo, claro.

Buena ciencia, mala ficción

El profesor de física Lawrence Krauss se ha mofado de muchos aspectos técnicos de Interstellar, siendo quizá algo injusto con el hecho de que ciertas necesidades cinematográficas son más importantes que las científicas. Sin embargo, hay un argumento de Krauss que me convence: se aburrió durante las casi tres horas de duración de la película. Más allá de que el oxígeno de la Tierra se agote en una sola generación, de la naturaleza poco convincente de esa plaga que supone "la muerte de la hierba" (que diría John Christopher) o de que, según lo que sabemos, un astronauta que cayera en un agujero negro se convertiría en una especie de cable estirado... Más allá de todo esto, el problema de Interstellar no es la ciencia, sino la ficción. Si a menudo el cine de ciencia ficción tiene mucha "mala ciencia", el filme de Nolan tiene bastante "buena ciencia" y demasiada "mala ficción". Conceptos como "amor", "fe" y "familia" articulan una odisea espacial que es la antítesis cinematográfica, ética y estética de 2001. No es Kubrick el modelo, sino el Spielberg sentimental de Encuentros en la Tercera Fase. Su hiperrealismo, heredero de 2001 y pasado por el filtro de Gravity, es desmentido por su carácter mesiánico, que hace de la ciencia un deus ex machina indistinguible de la intervención sobrenatural.



Una imagen de Under the Skin

No siempre "ciencia buena" y buena ciencia ficción son lo mismo. Ni la mejor ciencia-ficción es necesariamente siempre "dura", sin que por eso deba resultar tampoco anticientífica o estúpida. Dos de los mejores filmes recientes del género, en las antípodas uno de otro, lo demuestran. Al filo del mañana de Doug Liman, la mejor incursión futurista de Tom Cruise, basada en la novela de Hiroshi Sakurazaka, es ciencia-ficción bélica, con el condimento esencial de un bucle en el tiempo que aporta un elemento original, más o menos científico, a la trama. Una combinación improbable pero eficaz de Atrapado en el tiempo, Tropas del espacio y El juego de Ender, que funciona gracias a su ritmo y sentido del humor. Por su parte, Under the Skin, del británico Jonathan Glazer, ejemplifica las mejores virtudes de la ciencia ficción independiente, apostando por su vertiente visionaria y sensorial, en la tradición de la New Thing de los 60. Partiendo de la novela de Michael Faber, la espléndida Scarlett Johanson encarna a una extraterrestre vampírica, heredera de la Hammer y Rollin, una mujer "que cayó a la Tierra" que acaba identificándose demasiado con su presa. La película adopta el extrañamiento de la protagonista como punto de vista, identificándose con su naturaleza alienígena, ajena a emociones humanas, diseñando una puesta en escena alucinada, un sonido y ritmo hipnóticos, para retratar su colapso. Un retorno a la mejor formulación adulta de la ciencia-ficción, sin moralina o mesianismo.



El nuevo siglo está pidiendo a gritos un cine de ciencia-ficción que sea tan inteligente, arriesgado y riguroso como llegó a serlo el del siglo pasado, pero una realidad que cada día supera las predicciones más aventuradas no se lo está poniendo fácil. Son días de futuro pasado y necesitamos un cine totalmente nuevo para describirlos. Un cine que no sea "de" ciencia-ficción, sino ciencia-ficción en sí misma.