Image: El cómico que nos hizo llorar

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Cine

El cómico que nos hizo llorar

12 agosto, 2014 02:00

Robin Williams en Good Morning, Vietnam

En la mañana del lunes, a los 63 años de edad, apareció muerto en su casa de California. La Policía dictaminó que la causa aparente de la muerte fue suicidio por asfixia. Su agente informó que pasaba por una profunda depresión y que en el mes de julio había estado en rehabilitación. El actor Robin Williams confesó en 2006, en una entrevista a The Guardian y en el programa televisivo Good Morning America, que era adicto al alcohol y a la cocaína. Su mujer, pocas horas después de morir, emitió el siguiente comunicado: "Esta mañana, he perdido a mi marido y a mi mejor amigo, mientras el mundo ha perdido a uno de los artistas más queridos y uno de los seres humanos más hermosos. [...] Al ser recordado, es nuestra esperanza que el foco de atención no sea la muerte de Robin sino los incontables momentos de gozo y alegría que regaló a millones de personas".

Sin embargo, el Oscar se lo llevó por un papel dramático en El indomable Will Hunting (1997, Gus Van Sant). Y siempre fue recordado por su papel en El club de los poetas muertos (1989, Peter Weir). En verdad, ambos personajes, el psicólogo de la primera y el profesor de literatura de la segunda eran primos hermanos, el uno sucedáneo del otro, prácticamente una reinterpretación. Con su natural bonhomía y energía infantil, con su aspecto de hombre letrado, paciente y de gran corazón, el talento sobrenatural que Robin Williams (Chicago, Illinois, 1951 - Tiburon, California, 2014) tenía para la comedia, y para imitar todo tipo de voces (como hizo una y otra vez para películas de animación, especialmente recordado por el genio de Aladdín), se fue poco a poco diluyendo, aplastado por el encasillamiento en papeles y películas lacrimógenas, dadas al sentimentalismo, que parecían producirse exclusivamente para él, como el médico-payaso de Patch Adams (1998, Tom Shadyac) o el niño grande de Jack (1996), esa rareza sonrojante que dirigió su amigo Francis Ford Coppola.

La sublimación de ese tipo de papeles dramáticos, amigo de los niños, por los que cosechó el "respeto" de la Academia (al tiempo que producía cierta grima entre la crítica) la encontramos en la indigesta, edulcorada August Rush (El triunfo de un sueño) (2007, Kristen Sheridan), si bien afortunadamente no será recordado por esos roles. Los designios de la taquilla (y de Hollywood) son desde luego inescrutables. Preferimos recordarle como el médico de Despertares (1990, Penny Marshall), el vagabundo de El rey pescador (1991, Terry Gilliam), el escritor de El mundo según Garp (1982, George Roy Hill), el DJ políticamente incorrecto de Good Morning, Vietnam (1987, Barry Levinson), el desatado homosexual de Una jaula de grillos (1996, Mike Nichols)... Hay muchos Robin Williams donde elegir, máxime tratándose de un intérprete de pulsión camaleónica que nunca destruía su esencia ni presencia bajo la transfiguración de disfraces y maquillajes. La prueba de ello son sus incorporaciones en Popeye (1980, Robert Altman), en Sra. Doubtfire (1993, Chris Columbus), en Hook (1991, Steven Spielberg), en Las aventuras del barón Munchausen (1998, Terry Gilliam), en El hombre bicentenario (1999, Chris Columbus)...

Contaba que desarrolló su capacidad para componer todo tipo de personajes mediante las variaciones de su voz (sin ánimo de ofender a su doblador, Jordi Brau, es obligado verle en versión original) cuando era un niño con sobrepeso y nadie quería jugar con él, por lo que se veía forzado a inventar personajes. Este tipo de historias son las que crean al actor-personaje en que se convirtió, el más amado por los niños. Williams era un cómico nato amansado en el drama sentimental, un hombre de mirada triste que quería hacer reír (dicen que fue el primero en arrancarle una carcajada de Christopher Reeve cuando le visitó en el hospital haciéndose pasar por un médico majara), pero que quizá demasiadas veces le pidieron que nos hiciera llorar.

Quizá fue Louis C. K. quien mejor supo retratar esta ironía en la vida de Robin Williams. Fue en una de sus últimas apariciones en la pequeña pantalla -su carrera como intérprete en series y programas de entretenimiento es tan valiosa como lo fue su carrera cinematográfica-, en un capítulo de Louie (3.6, Barney/Never) donde era la estrella invitada. Al principio del capítulo, Louie se encontraba en un cementerio en blanco y negro, interpretándose a sí mismo, a un solitario y deprimido Robin Williams. Ambos descubren que son los únicos asistentes al funeral de un amigo común, otro cómico, y se toman un café juntos. Al final del episodio, por temor a que le pase lo mismo, Williams le pide como favor personal a Louie que por favor acuda a su funeral si es el primero de los dos en marcharse de este mundo.

Ayer, hasta el presidente Obama tuvo unas palabras de recuerdo para él.