Zachary Quinto como Spock en Star Trek: en la oscuridad

El relevo de la ciencia-ficción del siglo XXI pertenece, con todo derecho, a J. J. Abrams. Su unidad de tono y estilo ha permitido que podamos desplazarnos con naturalidad de la isla de 'Lost' a la nave Enterprise. Con 'Star Trek: en la oscuridad' llega a nuestras pantallas una nueva entrega de la mítica saga, que actualiza algunas de sus constantes argumentales.

Por si quedaba alguna duda, la duodécima inmersión en la gran pantalla en los universos de Star Trek nos deja bien claro que el cine-espectáculo americano aún no se ha repuesto de los traumas y las heridas del 11-S. Su doloroso recuerdo, y los efectos subsiguientes dentro y fuera de Estados Unidos, sigue siendo una rica fuente de exorcismos.



En un espacio de apenas tres semanas, El hombre de acero y ahora Star Trek: en la oscuridad han representado dentro de sus propias variables el cataclismo de Manhattan como clímax apocalíptico de sus relatos. La figura mesiánica de Superman, más épica y oscura que nunca, encuentra un engañoso avatar en el indestructible Kahn, un clásico de la villanía convertido en figura de culto por los ‘trekkies', y que recupera ahora J. J. Abrams (New York, 1966) con la convicción que debe tener un buen antagonista (Benedict Cumberbatch, el Sherlock de la BBC). Abrams en todo caso va bastante más lejos (y apunta mejor) que Snyder y Nolan en su glosa del pretérito inmediato del terror(ismo) global. No es su centro dramático de interés, pero las múltiples evocaciones son inequívocas: naves-bomba surcando el horizonte, armas de destrucción masiva, ataques terroristas, una guerra incontrolable, discursos liberales que cauterizan los brotes de venganza… ni siquiera faltan las teorías conspiratorias.



La capacidad del guion (mérito de Orci, Kurtzman y Lindelof) para enmascarar lo obvio roza el virtuosismo. El deseado equilibrio entre la exposición y la acción se consuma con el mismo derroche de confianza, aunque con menos ambiciones, con que Abrams "reformuló" la serie catódica creada por Gene Roddenberry en los sesenta. Recordemos que en la magnífica Star Trek (2009) viajó a los orígenes mismos de la tripulación del USS Enterprise -Kirk y Mr. Spock en primer plano, con los rostros de Chris Pine y Zachary Quinto- como ventana de entrada a la galaxia ‘trekkie' para las nuevas generaciones de espectadores, y mediante una pirueta espacio-temporal digna del creador de Lost le concedió una nueva vida alternativa sin renunciar al trayecto recorrido: varios años en la televisión y una decena de aventuras cinematográficas. Toda una mitología con su prole de mitómanos furiosamente alérgicos a heresiarcas.



Sería vano dudar de ello: el relevo de la ciencia-ficción del siglo XXI le pertenece, con todo derecho, a J. J. Abrams. El cineasta neoyorquino (productor, director y guionista) lleva varios años entretejiendo con sorprendente espontaneidad toda clase de mitos y realidades alternativas, armando un sofisticado artefacto de la imaginación tan original como dependiente de los códigos tradicionales que retoma. La unidad de tono y estilo de Abrams permite que, misteriosamente, de la isla de Lost podamos desplazarnos con naturalidad al laboratorio de Fringe y después a la nave Enterprise, otro no-lugar, un organismo insular surcando el espacio infinito. Su próximo paso, cogiendo las riendas de La guerra de las galaxias de George Lucas (el Episodio VII de la saga está previsto para 2015), no hará sino añadir más motivos a su estatus imperial en la industria. Y desde todos esos espacios ilusorios que han cimentado sus ficciones, Abrams se ha dedicado a comentar, alterar y combinar los temores y perversiones de la civilización tecnocrática.



Star Trek: en la oscuridad recupera, entre otros elementos, el dispositivo generador de vida que recorría como una espina dorsal el argumento de Star Trek II. La ira de Khan (1982, Nicholas Meyer), que desde luego no es la más memorable de las entregas. Su actualización y urgente relectura al compás de los avances genéticos es un pretexto tan bueno como otro cualquiera para regresar a la saga, aunque sea para dejarlo en tercer término. Pero ya lo hemos dicho, para el productor de Cloverfield la complacencia con los fans no está reñida con el comentario político, como tampoco lo estaba la serie original. Una tradición que expandió la serie Battlestar Galactica (2004-2009) casi hasta convertirlo en material de primer orden, y cuyos ecos resuenan con fuerza (aunque vengan ya trillados) en la nueva película de Abrams. Esas deudas con la ciencia-ficcion (incluso Avatar) son más visibles en la dimensión estética, de modo que en un tramo mínimo de película podemos identificar evocaciones a 2001, a La guerra de las galaxias y a Alien, sin que ello genere fracturas en el sistema. Las ambiciones de Abrams pueden haber menguado en esta secuela (su linealidad de ‘blockbuster' le delata), si bien la fuerza motora permanece intacta, el carrusel de emociones no se detiene en manos de un director que ha llevado las batallas espaciales a otra dimensión sensorial. (Véanla en salas).



De la confianza con que Abrams insufla nueva vida a la mitología ‘trekkie' surge un elemento todavía más determinante. Llamémosle el factor humano. La frialidad azul de sus imágenes y el trazado geométrico de sus espacios no resta un ápice de empatía emocional con los tripulantes del Enterprise, todos ellos disfrutando de sus momentos de gloria. En ello vuelca sus esfuerzos la acumulación de registros narrativos, en busca de ese lugar en el que tecnología y espíritu (pilares conceptuales en el orden de ideas de Abrams), instinto y cálculo, drama y comedia inevitablemente se encuentran: la humanidad. Pongamos de muestra el momento en que Kirk, Spock y Uhura (Zoe Saldana) emprenden una misión al planeta Kronos: a una disputa romántica (cómica) le sigue una confesión íntima (dramática) interrumpida por una explosión que propulsa otro de los múltiples bloques de acción electrizante.



Un corazón terrícola





El filme maneja los tiempos y modula sus registros con un infrecuente don para embaucarnos en las motivaciones y los aprendizajes de sus criaturas, determinados por la necesidad de asumir sacrificios extremos en nombre de la supervivencia común. La tensión preferente, de nuevo, es la del corazón terrícola de Kirk con la mente vulcana de Spock. Un conflicto manejado con destreza que asume no pocos riesgos, de manera que unas líneas de diálogo que parecen escritas para el Leonard y Sheldon de The Big Bang Theory (reina la tendencia a culminar las escenas con un gag) conviven perfectamente con las invitaciones a la tragedia que nos aguardan. El arte y la ciencia de Abrams para las piruetas espacio-temporales no le van a la zaga, en esta ocasión, a las piruetas tonales. Hay vida después de Vulcano.