Robert de Niro como Ruper Pupkin en El rey de la comedia, de Martin Scorsese

A sus 30 años, vuelve 'El rey de la comedia' en una copia restaurada

El programa de mano de la adaptación de Esperando a Godot a cargo de Alfredo Sanzol que estos días se puede ver en el teatro Valle Inclán de Madrid, lo deja claro. Pese a lo manido de la expresión "teatro del absurdo", todo lo que ocurre en la obra de Samuel Beckett es coherente y se atiene a una lógica estricta. Lo absurdo, para entendernos, es la vida. Y, para que no quede ni una sombra de duda, la tragicomedia en dos actos lo demuestra fehacientemente. Y lo hace entre carcajadas. "¿Habré estado durmiendo mientras los otros sufrían?...", reflexiona Vladimiro. Y el público se desternilla. Nada más divertido, por absurdo, que la desgracia.



No hay constancia de que la obra del irlandés cayera en manos de Martin Scorsese cuando decidió dirigir El rey de la comedia (1983). Es más, a poco que se mire con detalle la filmografía del muy católico director, nada le podría resultar más ajeno que la lucidez inmisericorde del dramaturgo. Y, sin embargo, pocas fábulas resultan más "beckettianas" que esta especie de versión oscura de Eva al desnudo con la que Scorsese quiso rubricar el final de una época. El director venía de rodar Toro salvaje el mismo año que Michael Cimino colocaba su monumental losa, La puerta del cielo, sobre ese periodo que las historias del cine dan en llamar el Nuevo Hollywood. Ya saben, de la mano de Coppola, algunos habían soñado con el resurgir de un cine visceral, artísticamente comprometido, socialmente importante y, por todo ello, con éxito. De ahí su relevancia.



La historia es conocida. El sueño duró hasta que, justo en el umbral de los años 80, volvimos al punto exacto en el que ahora estamos. Así de absurdo. No está claro que Scorsese fuera perfectamente consciente de que El rey de la comedia era, en realidad, mucho más que un simple ejercicio de estilo en un género poco frecuentado por él; no hay testimonios sobre si De Niro (su protagonista en el papel de Ruper Pupkin) pretendiera algo más que probarse en un nuevo registro. Y, sin embargo, el resultado no puede herir más ni radiografiar con mayor precisión la estupidez del tiempo que se nos venía encima.



Scorsese acababa de probar la amarga medicina de unos Oscar que dejaron de lado su obra cumbre, Toro salvaje, para aupar a lo más alto la corrección descafeinada de Gente corriente. Todo un síntoma. Por aquel entonces planeaba una especie de retiro espiritual. Hasta que el propio De Niro llamó a su puerta con un guión cruel y profundamente divertido firmado por Paul D. Zimmerman que Cimino había dejado de lado.



De repente, la historia de un aspirante a cómico adquiere el tamaño de las metáforas perfectas. Pupkin quiere una oportunidad. Desea ser famoso. Como tantos hoy. Para ello no dudará en perseguir a su ídolo, un presentador televisivo al que da vida el ínclito Jerry Lewis. Lo que empezará como un juego acabará convertido en una obsesión donde los límites de la realidad, la ficción, la voluntad y el deseo se desdibujan en un panorama brutalmente alienante.



El hecho de que sea el genio Jerry Lewis el que sufra la persecución demente del neurótico Pupkin-De Niro es algo más que significativo. Por entonces, toda una generación dorada de grandes intérpretes iba a ser literalmente laminada por la grosería de un tipo de comedia tan burda como prescindible. Y por ello, Lewis se transforma de repente en el símbolo cruel y doloroso de todo lo siguiente. El resultado, en definitiva, es un clásico incuestionable e injustamente olvidado que como ningún otro trabajo acercó a Scorsese a la categoría de lúcido, desengañado y cruel profeta. Tan católico. No es que duela El rey de la comedia en su incuestionable comicidad, lo que duele, como diría Beckett, es la vida. Tan absurdo.