Fotograma de Nader y Simin, una separación.

El Irán moderno, el que habita en los juzgados, las escuelas y las universidades, es el que retrata Asgar Farhadi en Nader y Simin, una separación. Oso de Oro en el último Festival de Berlín (galardón que completó un palmarés que copó también las mejores interpretaciones masculina y femenina), la película muestra que el cine iraní no ha dejado de crecer pese a la persecución de directores como Kiarostami o Panahi.

Resulta ciertamente interesante que las dos ficciones iraníes que mayor recorrido están teniendo este 2011 por el circuito de festivales cinematográficos sean propuestas tan divergentes en la forma como convergentes en el fondo. Por un lado tendríamos Good Bye, de Mohammad Rasoulof, presentada en la sección ‘Un certain regard' del último festival de Cannes, aterradora historia de una mujer embarazada con el marido desaparecido -un periodista perseguido por el régimen de Mahmud Ahmadineyad-, que trata de huir del país cueste lo que cueste. La protagonista no quiere que su hija nazca en Irán, el gran símbolo actual -junto a Corea del Norte y el Yemen- de la represión y de la tiranía totalitaria. La película de Rasoulof aplica un tono árido, estático y agresivo a la trágica historia narrada: la cámara captura a la sufrida madre coraje en encuadres claustrofóbicos, negándole todo respiro, golpeándola una y otra vez.



Por otro lado tenemos esta deliciosa Nader y Simin, una separación, de Asgar Farhadi -pese a ser su cuarta película como director en nuestro país sólo ha estrenado la anterior: A propósito de Elly (2009)-, última ganadora del Festival de Berlín, donde se alzó con el Oso de Oro a la Mejor Película y a las Mejores Interpretaciones de ambos géneros (salió premiado todo el reparto: los dos actores y las dos actrices). La película arranca con la petición amistosa de divorcio de una pareja de clase media; ella quiere exiliarse a otro país donde su hija pueda crecer con mayor libertad, de pensamiento y de credo; él, por el contrario, quiere quedarse para cuidar a su padre enfermo de Alzheimer. La situación conyugal acabará desarrollándose fatalmente cuando la mujer embarazada que cuida del padre enfermo, en una disputa con el marido, acabe teniendo un accidente que le provoca un aborto. El suceso les llevará a enfrentarse en los tribunales, cambiando el cuerpo dramático por las formas del thriller jurídico, donde los personajes no cesarán de enfrentarse a cuestiones morales que acabarán por enloquecer sus vidas. Dice Farhadi que en todas sus películas intenta dar una visión realista y compleja de los personajes, sean hombres o mujeres: "Actualmente en Irán las mujeres son las que realmente luchan para recuperar los derechos que les han retirado. Son auténticas resistentes, más decididas que los hombres".



La clave de sus palabras está en esa mirada naturalista que deposita en el drama. Y es que Nader y Simin, una separación es una película que mira a Occidente en las formas. Si generalmente el espectador occidental más avezado relaciona el cine iraní con la semántica de la espera, la repetición, el silencio y la contemplación -de ahí surgieron realizadores como Abbas Kiarostami, Mohsen Maklhmalbaf o Jafar Panahi-, se sorprenderá positivamente con esta obra dinámica. Su cinética interna es superior a muchos thrillers americanos, donde las acciones se encadenan en cascada y donde se habla (y se dice) mucho, recordando, por momentos al Woody Allen de Maridos y mujeres (1992) o al Mike Leigh de Secretos y mentiras (1996). La innegable fuerza del retrato de la cotidianeidad contemporánea en Islamabad, urbe de pesadilla atenazada por una burocracia escheriana y un rígido sometimiento a las leyes religiosas, convierte el acto particular -la anécdota dramática- en una acción universal -los dilemas éticos a los que se enfrentan los personajes valen para cualquier lugar del mundo. De ahí que la diferencia entre ambos filmes sea puramente plástica: ambos retratan Irán desde un punto de vista moderno, alejado de la vida rural, con personajes que bordean la intelectualidad, pero denotando las imposiciones de un gobierno que usa la religión como aterradora arma arrojadiza.



Pero mientras en Good Bye las formas tienden a la abstracción, en la película de Farhadi buscan desbordarse en aras a equiparar la violencia interna del relato. Eso no convierte a una película mejor que otra, pero sí muestra que el cine iraní jamás ha dejado de crecer por más que Kiarostami viva exiliado en Francia y Panahi siga encarcelado bajo la única acusación de hacer películas que no le gustan al régimen (al principio del texto apuntamos que las dos ficciones más interesantes de este año eran las de Farhadi y Rasoulof, porque la mejor película iraní del 2011 es un documental con forma de diario filmado: In film nist, donde Panahi retrata un día de su vida como preso). Dicha actualización del contexto dramático del medio Oriente no es en absoluto baladí: "Muchos occidentales tienen la idea errónea de que gran parte de la población iraní vive en el medio rural y, por lo tanto, asignan un puesto en la burguesía a los personajes de la película. Los referentes en Irán son muy diferentes de los de Occidente. Están los pobres, la clase media y los ricos, pero solo es una diferencia económica. Muchas personas sin recursos económicos tienen un elevado nivel cultural". Una contextualización que el director ha tratado de imprimir a su obra desde sus inicios, tratando de retratar el Irán moderno, el que habita en los juzgados, las escuelas, las universidades... Si además se realiza contando una historia tan bien tejida y con tanta fuerza (e inteligencia) como ésta, normal que Nader y Simin, una separación sea la grandísima película que es. De hecho, aunque sólo fuera por la fuerza que poseen sus intérpretes femeninas -en las antípodas de lo que Occidente imagina de una mujer sometida bajo una religión opresiva-, las actrices Leila Hatami y Sareh Bayat, el visionado de esta obra ya habría valido la pena.