Glenn Close (izda.) posa junto al director Rodrigo García y la productora Julie Lynn. Foto: France Press

JUAN SARDÁ (San Sebastián)

Las mujeres son una y otra vez las protagonistas de las películas de Rodrigo García, hijo de García Márquez y por méritos propios uno de los cineastas más interesantes del cine contemporáneo. Hace poco disfrutábamos Madres e hijas, excelente filme en el que indagaba en la maternidad y la orfandad, y en el recuerdo sigue la bella Nueve vidas, donde abordaba el universo femenino desde un punto de vista coral. Con su última película, Albert Nobbs, presentada hoy a concurso en el Festival de San Sebastián, regresa a su indagación en la psique femenina partiendo de un personaje ciertamente peculiar, Albert Nobbs, quien también da título a la película. Albert es una mujer encerrada en el cuerpo de un hombre, un travestismo obligado debido a la rigidez y las cortapisas de la sociedad irlandesa del siglo XIX, donde ganarse la vida era sumamente complicado para una fémina, no digamos para una homosexual deseosa de construir su propia vida al margen del poder de los hombres.



El cine de Rodrigo García siempre ha tenido un toque televisivo y academicista que en ocasiones anteriores ha brillado con mayor fuerza. Albert Nobbs, que permite a Glenn Close, que recibe el premio Donostia del Festival, un elaborado trabajo de composición, es una película interesante y sólida pero excesivamente convencional y previsible. Nada chirría en la película pero nada tampoco fascina. En este drama de época volvemos a detestar el puritanismo y los prejuicios de unos tiempos pretéritos en los que imepraba el machismo y se ahogaba la diferencia. La película fluye sin sobresaltos pero también sin sorpresas. Nobbs provoca nuestra compasión y nuestra ternura pero jamás llegamos a sentir desgarro ni pasión por su desdichada existencia, víctima de unos tiempos más intolerantes que el nuestro. Es, en suma, una película eficaz realizada con profesionalidad y buena técnica pero a la que le falta chispa para enamorarnos.



Sarah Polley lleva más de quince años siendo uno de los rostros más reconocibles e icónicos del cine indie. Desde que la disfrutáramos en Exotica (Atom Egoyan, 1994) hasta la fecha la hemos visto desfilar en películas tan atractivas como El dulce porvenir, eXistenZ, o las películas de Isabel Coixet Mi vida sin mí y La vida secreta de las palabras. Su aspecto etéreo y quebradizo se ha prestado sin duda muy bien al estándar del indie, ese cine de bajo presupuesto que encuentra en Sundance su quinta esencia. La actriz inició en 2008 una interesante trayectoria como cineasta con Lejos de ella, un sólido drama sobre el Alzheimer que obtuvo un notable éxito de crítica y público. Su segundo filme tras la cámara, Take this Waltz, puede entenderse como una summa poetica de las constantes del indie: personajes desarrapados y solitarios, música alternativa a piñón (el título está prestado de una canción de Leonard Cohen) y actores tan arquetípicos de este territorio como Seth Rogen o Michelle Williams.



La película cuenta la historia de un adulterio, nada nuevo. Margot (Williams) está casada con un escritor de libros de cocina pero desea intensamente a su vecino, un misterioso artista en ciernes que se gana la vida llevando un rickshaw, una especie de carreta que empuja él mismo. Margot se debate entre el amor de un hombre amable y cariñoso o la pasión que le suscita otro mucho más atractivo físicamente y enigmático. Con estos elementos, recreando más momentos cómicos que dramáticos, Polley construye una película interesante que se deja ver sin dificultad pero en la que, al igual que sucede con García, nada sorprende ni conmueve realmente. Un arranque francamente gracioso se va diluyendo en un desarrollo previsible en el que algunos destellos de imaginación (la escena del parque de atracciones o el logrado personaje de la hermana) no consiguen arrancar el vuelo. No es que uno lo pase mal viendo estas película, es que no tienes la impresión de haber visto nada nuevo ni especialmente apasionante.