Colin Firth en una escena de 'El discurso del Rey'

Cuando El discurso del rey se haga el domingo con unas cuantas estatuillas de los Oscar, quizá imponiéndose a películas de primer nivel como La red social o Valor de ley, habrá que reconocerle un año más a los hermanos Weinstein su talento para sacar rendimiento a películas momificadas. Es legendario ya el ojo clínico de los dueños de Miramax para diseñar productos de prestigio que como obras cinematográficas tienen muy escaso valor, pero que aún así son capaces de conquistar al espectador bienpensante y mayoritario (el que acude un puñado de veces al cine al año), a los críticos despistados y populistas y, por supuesto, a una industria que se rinde a los pies de todo lo que va dejando un destello de premios (que llaman a su vez a más premios) a su paso. Como si fuera el 'best-seller' pseudocultista del año, estamos, una vez más, ante la historia del rey tuerto en un país de ciegos. O mejor: ante el cuento del traje del emperador, ese rey que se paseó desnudo con tal convicción en sí mismo que contagió la creencia a todo el reino (excepto a un niño) de que llevaba puesto el traje más deslumbrante que existió.



Pues bien, alguien tiene que interpretar el papel de ese niño que al ver al rey cruzando su reino en caballo como Dios le trajo el mundo, le señaló y gritó con sorna lo que era evidente -"¡El rey va desnudo!"- pero que nadie se atrevía a articular. Porque la película dirigida por el británico Tob Hooper, un señor curtido en realizar telefilmes, se ha convertido en el niño tonto y adorable de la cartelera comercial porque cumple todos los requisitos para sumarse a esa lista de filmes de 'qualité' y falso prestigio cultural que de vez en cuando conquistan los gustos de la mayoría, incluyendo académicos. La fórmula, cuando está bien aplicada, no suele fallar, y sobran ejemplos como Shakespeare in Love o Shine o Una mente maravillosa o La joven de la perla, etc. ¿Alguien se acuerda de estas películas? Es más, ¿alguien recuerda quién las dirigió? Nos atrevemos a afirmar que, una vez pasada la fiebre coyuntural que como cualquier otra moda se ha apoderado de esta película, el mismo destino a medio plazo le espera a Tob Hooper y su peliculita.



La fábula de superación del joven y tímido príncipe (Colin Firth) que es ayudado por un alquimista irascible (Geoffrey Rush) a romper el hechizo de su tartamudez es sin duda una película bien realizada y solvente, con intérpretes profesionales y suficientemente entretenida, pero en términos de dramaturgia (por más que se revista con telas monárquicas y actores shakesperianos) no supera a películas como, por ejemplo, Karate Kid. Es más, en comparación, es preferible esta última, pues al menos es honesta consigo mismo y no se disfraza de otra cosa aplicando un innecesario gran angular para otorgar falsa grandilocuencia y perspectiva deformada a cada plano, fabricando el espejismo de que de verdad hay un autor, un cineasta al otro lado de la cámara. Nada más lejos de la realidad. Si sustituimos la corte de Eduardo VI por un instituto californiano, al rey Jorge VI de Inglaterra por Daniel-Sam y al profesor Lionel Logue por el señor Miyagi, tenemos una variante "culta" y académica de Karate Kid.



La coartada histórica de El discurso del rey es el hecho de que los medios de comunicación (la penetración social de la radio) transformaron la institución monárquica en un espectáculo de masas, mientras que su coartada dramática es el defecto en el habla del protagonista (las minusvalías y sus consecuentes interpretaciones excéntricas, no sabemos muy bien por qué, siempre han funcionado bien en los Oscar: Rain Man, Mi pie izquierdo, Shine...), que entre otras cosas hace poco menos que incomprensible la opción de ver el filme en su versión doblada. El factor determinante para liderar un Estado, por tanto, es tener una imagen (o una voz) que respetar y en la que confiar. Quizá Berlusconi podría aprender algo de ella.



En cierto modo, la película de Stephen Frears The Queen (infinitamente más inteligente y más interesante) venía a hablar de lo mismo, sólo que lo hacía sin traicionar la conciencia crítica hacia lo que estaba contando ni caer en el sentimentalismo ramplón. El discurso del Rey se concentra en una clásica historia de autorrealización personal para al mismo tiempo hacer de la caricatura un modelo de verosimilitud. Si se piensa un poco, todos los personajes retratados, sin excepción (príncipe, profesor, padre, mujer, hermano, obispo, etc.), son caricaturas, expresiones sublimadas de lo que deben representar en el cuento. El tramo final, con el famoso discurso radiofónico monitorizado por el excéntrico logopeda como si fuera un director de orquesta, es sin duda uno de los momentos cinematográficos más parodiables del año. Máxime si no se nos revuelve al tripa (y parece que a la mayoría de los espectadores no) cuando el estallido de la II Guerra Mundial trae como única y edulcorada reacción el aplauso y los besos de la familia, el orgullo de la corte y la emoción del pueblo porque su rey ha conseguido declarar la guerra a Alemania sin equivocarse. Viva la estulticia.