Image: Hedonismo francés

Image: Hedonismo francés

Cine

Hedonismo francés

Jean-Pierre Jeunet convierte Amelie en un clásico del cine galo

17 octubre, 2001 02:00

Siete millones de espectadores en Francia avalan el último trabajo de Jean-Pierre Jeunet, Amelie, que se estrena el próximo viernes en España. Director de Delicatessen (1991) La Ciudad de los Niños Perdidos (1995) y Alien: Resurrección (1997), Jeunet ha conseguido resumir el cine de Carné, Prévert y JacquesTati en dos horas en las que garantiza un singular encuentro con la vida, el arte y la felicidad.



Erase una vez un cineasta que quiso hacer feliz a su público. Se trataba de que la felicidad efímera pareciera una fotografía o un anillo de compromiso. Algo concreto, algo que desprendiera luz. Y la luz sí existe: la luz que emite el azul del cielo, el rojo de una fresa madura, el verde de una pupila incandescente. Se tiende a relacionar la felicidad con el conformismo, la resignación o la manipulación conservadora. La felicidad es popular, o debería serlo: habría que recordar el sentimiento solidario de La Marsellesa, de Jean Renoir, o la fuerza campesina de El pan nuestro de cada día, de King Vidor, para darse cuenta de que la felicidad puede ser un sentimiento de izquierdas. Jean-Pierre Jeunet ha desechado, aunque sólo sea por una vez, su parte oscura, la que había enseñado en Delicatessen, La ciudad de los niños perdidos y Alien Resurrección, y se ha obstinado en hacernos felices. El primer día de la Copa Mundial de Fútbol, Jeunet y Guillaume Laurent empezaron a escribir el guión de Amelie, tomando como punto de partida la luz de un personaje femenino que quiere ayudar a los demás pero es incapaz de ayudarse a sí misma. Seguramente como reacción a unos tiempos especialmente escépticos, Jeunet apuesta por ser populista sin renunciar a ninguna de las variadas tradiciones del cine francés. Y en esas tradiciones se citan corrientes que pueden parecer diametralmente opuestas.

Realismo poético

Por una parte, nos encontramos con el realismo poético de Marcel Carné y Jacques Prévert, cuyo pesimismo conceptual andaba de la mano de un sofisticado, contrastado estilo visual. Por otra, y como reacción a películas como Quai des Brumes y Le Jour se Léve, vinculadas con la ideología del Frente Popular, Jeunet toma como modelo el escapismo que caracterizó los años de la guerra, con musicales protagonizados ni más ni menos que por Edith Piaf, Tino Rossi y Charles Trenet. Finalmente, la sombra del Jacques Tati de Mon Oncle, con ese extraño, inventivo sentido del color, del sonido y de los objetos que tan bien definió su cine, se cierne sobre esta luminosa Amelie. Nada que objetar: Jeunet parece aunar la historia del cine francés en una sola película.

A Jeunet le apetecía hacer una película con una idea por plano, "como en los largometrajes de Walt Disney". En ese sentido, el inicio de Amelie es tan espectacular como un corto de Tex Avery dibujado por Tardy. En poco más de diez minutos, se nos cuenta, a la manera de Raymond Quéneau o Georges Pérec , y con la impecable voz en off de André Dussolier, la infancia de una niña a la que su familia creía enferma del corazón cuando en realidad sólo latía, nerviosa, ante la posibilidad del contacto físico con su padre. Jeunet trufa el inicio de la odisea de Amelie con un catálogo de imágenes y palabras rimadas que remiten a uno de sus excelentes cortometrajes, Foutaises. Este es, por tanto, el poema-prólogo que Jeunet dedica a su protagonista, que, ya de mayor, paseará su desconcertante y hermético optimismo por un Montmartre que parece sacado del Gigi de Vincent Minnelli.

Es curioso que Jeunet escribiera Amelie con Emily Watson en la cabeza. Después de ver Rompiendo las olas, pensó que su película podría ser la secuela amable de la de Lars Von Trier. El afortunado descubrimiento de Audrey Tautou, actriz revelación de Venus, salón de belleza, introdujo un cambio en el espíritu de Amélie. No hay premio para los que no se lo merecen: ese es el primer mandato de la justicia poética. La noche del 13 de agosto de 1997, Amelie descubre el sentido de su existencia en el baúl de unos recuerdos que no son suyos. En el pasado, encuentra la posibilidad de hacer felices a los demás, ejerciendo una política de intervencionismo militante que la asemeja a otra heroína solidaria que no sabe ver más allá de su exceso de generosidad: la Emma de Jane Austen. Como en aquel caso, Amelie ejerce de Celestina sin hacer nada por salvarse a sí misma. La adicción a la imagen es, para Jeunet, el símbolo del desamor. Así como Nino, el amor secreto de Amelie, colecciona las fotografías rotas que la gente deja en los fotomatones, Raymond vivirá su triste vida a través de las imágenes televisivas y las imágenes que le graba a Amelie. La imagen es la vida en potencia. Sólo cuando Amelie obliga a Nino a admitir que sus fotos no tienen nada de romántico y Nino obliga a Amelie a abandonar sus estrategias de intermediaria, las imágenes dejarán paso a los actos y la ficción a la realidad. Ese hermoso encuentro, que Jeunet filma con un respeto admirable, representa su idea del amor.

Obsesión por el detalle

Paradójicamente, Jeunet parece enamorado de sus propias imágenes, aunque ese amor es producto de su obsesión por el detalle. Tal vez sea verdad que, como ha dicho parte de la crítica francesa, Amelie retrata el barrio de Montmartre sin hacer una sola mención a la diversidad étnica. Tal vez lo que ocurre es que a la crítica le fastidia que Jacques Chirac pidiera una proyección privada de la película, después de su éxito popular. Lo que no saben es que este es un filme sin moral. Si Qué bello es vivir era un clásico únicamente posible en la América del New Deal, Amelie es un futuro clásico, realizado sin ningún ánimo de didactismo. A no ser que hacernos felices durante dos horas sea una nueva clase de moral. Si es así, bienvenidas sean las moralejas. Si no lo es, sólo nos cabe disfrutar con el ajuste de cuentas de uno de los grandes cineastas del país vecino con la industria americana; ajuste en el que demuestra que cine de autor y cine comercial pueden sonreír al alimón y pronunciar la palabra "hedonismo" sin sonrojarse.