Greta Thunberg en una de sus protestas contra el cambio climático. Foto: Anders Hellberg

Sánchez Ron aborda las consecuencias de una economía desbocada en el Cambio Climático. Comenta la lucha de la adolescente sueca Greta Thunberg y advierte del impacto del "delirio del crecimiento", tal y como explica David Pilling en un libro que acaba de publicar la editorial Taurus.

El aumento de temperatura que está experimentando la Tierra es uno de los grandes temas de nuestro tiempo, posiblemente el más importante aunque todavía queden quienes lo nieguen, alguno de ellos en puestos muy destacados. Según el informe preparado en 2018 por el Panel Intergubernamental de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, la temperatura media de nuestro planeta ha aumentado un grado centígrado desde la época preindustrial, y este efecto, producido por actividades humanas, ha provocado consecuencias catastróficas en el clima terrestre: olas de calor, sequías, lluvias y nevadas más intensas; en resumen, condiciones climáticas más extremas. Si las emisiones de gases de efecto invernadero continúan al nivel actual, el aumento de la temperatura media global será, de acuerdo al anterior informe, de 1,5° C en algún momento entre 2030 y 2052, y más allá de ese punto, los efectos serán más severos para la especie humana.



Todos estamos siendo testigos de algunos de estos fenómenos, bien directamente o, en este mundo informativamente globalizado, a través de noticias que nos muestran, por ejemplo, incendios estremecedores en lugares tan distantes como California o Australia, o la presencia de mosquitos transmisores de enfermedades en zonas antes impensables. Serán, sin embargo, los jóvenes actuales y los que vengan después de ellos los que sentirán con mayor intensidad tales efectos, hasta el punto de que es casi seguro que tendrán que reorganizar sus formas de vida y la sociedad. No es sorprendente, sino todo lo contrario, que jóvenes en edad escolar hayan comenzado a exteriorizar sus protestas; por ejemplo, el pasado viernes 15 de marzo tuvieron lugar alrededor de 1.300 manifestaciones en 98 países, incluidos algunos poco conocidos, como la República de Vanuatu, un archipiélago de origen volcánico situado en el océano Pacífico.



La historia nos enseña que, a veces, movimientos sociales que terminan creciendo imparables los inicia una persona “imprevisible”; en este caso esa persona ha sido una joven sueca de 16 años, Greta Thunberg, que padece el síndrome de Asperger. Al contrario de lo que suele suceder con esta forma suave de autismo, que puede hacer que quienes lo sufren se sientan incómodos en situaciones digamos “sociales”, en agosto de 2018 Greta decidió dejar de asistir a clase y en su lugar sentarse delante del Parlamento sueco con un cartel que decía ‘Huelga escolar por el clima'. Pedía -como tantos otros de diferentes países a lo largo y ancho del planeta, pero ella de una forma particularmente singular tanto por quién lo hacía y por cómo la hacía- que su país, Suecia, introdujera medidas para reducir las emisiones de dióxido de carbono, acomodándose a lo acordado en París en 2015. Una vez celebradas las elecciones generales suecas, Thunberg decidió limitar sus protestas a sólo los viernes. Lo notable, y en principio, sólo en principio, sorprendente, es que su ejemplo comenzó a extenderse entre estudiantes de colegios e institutos de todo el mundo. Así nació el movimiento “Viernes para el Futuro”, que reclama a los políticos que introduzcan medidas realmente eficaces para combatir el cambio climático.



“La economía moderna se sustenta en nuestro deseo ilimitado de cosas. En lo más profundo sabemos que ese camino conduce a la locura”. David Pilling

Hasta aquí únicamente tengo palabras de ánimo y admiración por este movimiento juvenil, que se rebela contra el “asesinato del futuro” del que estamos siendo testigos y protagonistas todos nosotros, porque, aunque tengan una responsabilidad especial, sería cínico pensar que los culpables son únicamente los dirigentes políticos. Y ese todos también incluye a los jóvenes que ahora con todas las razones del mundo se manifiestan, porque son copartícipes (en muy diferentes y no pequeña medida) del enorme dispendio de todo tipo de bienes “de consumo” (muchas veces la expresión más adecuada sería, ay, “para consumir y tirar”), lo que contribuye decisivamente al deterioro de nuestro planeta. Nótese con cuanta fruición consumen, por ejemplo, dispositivos electrónicos móviles, ropa o los vehículos movidos por gasolina que no pocos utilizan (véanse, si no, los aparcamientos de algunos campus universitarios españoles). En última instancia, si el movimiento ‘Viernes para el Futuro' solamente se limita a reclamar medidas políticas contra la emisión de gases de efecto invernadero, participaría de algo que leí hace ya mucho en un texto del desaparecido politólogo italiano Giovanni Sartori: que nuestras sociedades son “de derechos”, pero no “de deberes”. Reclamamos todo aquello a lo que creemos tener derecho, pero nos comprometemos con muy pocos deberes.



El movimiento ‘Viernes para el Futuro' debe ir acompañado por una serie de compromisos que bien se pueden denominar “morales”. Es imprescindible que los jóvenes tomen conciencia de que participan de uno de los vicios, aparentemente universalmente aceptados, el del “crecimiento sostenido” o, como lo caracteriza un reciente libro, el de El delirio del crecimiento (Taurus). “Un problema del crecimiento”, escribe su autor, David Pilling, “es que requiere una producción incesante y, su primo carnal, un consumo incesante. A menos que queramos más y más cosas, y más y más experiencias pagadas, el crecimiento acabará deteniéndose. Para que nuestras economías sigan avanzando deben ser insaciables. La base en la que se sustenta la economía moderna es nuestro deseo ilimitado de cosas. Pero en lo más profundo de nuestro corazón sabemos que ese camino conduce a la locura”. Yo no estoy seguro de que ni la mayoría de personas, ni tampoco los jóvenes, sean conscientes de que “ese camino conduce a la locura”, de que el crecimiento continuado es, a medio o largo plazo, simplemente imposible en un medio finito como la Tierra. Seguramente, y con ira, sí saben de otra de las consecuencias del crecimiento, que Pilling expresa de la siguiente manera: “Un problema evidente de depositar demasiada fe en el crecimiento es que sus frutos nunca se reparten de manera equitativa. Nuestra medida estándar para la renta media -o el bienestar- se calcula dividiendo el tamaño de la economía de un país entre el número de personas que viven en él. Las medidas son una trampa. Resultan muy engañosas. Los banqueros ganan más que los panaderos, que ganan más que los desempleados”.



Una buena, pero muy triste, manifestación de cómo está afectando nuestra locura consumista a la naturaleza es una noticia que leí hace muy pocos días: se ha encontrado un cachalote hembra preñada muerta en una playa de Porto Cervo, en Cerdeña, cuyo estómago contenía 25 kilogramos de plásticos. Este es el Mediterráneo actual que con tanto fervor celebraron -y aún celebran- poetas y cantantes.