Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Lampedusa y Lampedusa

27 octubre, 2016 13:03

[caption id="attachment_1262" width="510"] Maylis de Kerangal[/caption]

“En este punto de la noche…” Una mujer –la narradora, la autora- escucha por la radio en la cocina de su casa, a medianoche, el 3 de octubre de 2013, una terrible noticia: más de 350 emigrantes han muerto ahogados, a dos kilómetros de la costa de Lampedusa, en el naufragio de un barco procedente de Libia.

¡Lampedusa! “La primera imagen que me viene a la mente es la cara de Burt Lancaster”, escribe Maylis de Kerangal. Esa asociación de ideas, en una persona cultivada, está fundada: el actor norteamericano interpretó a don Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, en El Gatopardo (1963), la película de Luchino Visconti sobre la novela de Giuseppe Tomasi de Lampedusa. Lampedusa: la isla y el escritor.

Estoy en la página 9 de Lampedusa (Anagrama), y experimento cierta incomodidad, que ahora me cuesta confesar. Esa incomodidad tiene tres ingredientes en forma de preguntas: ¿va a servirse Kerangal de una tragedia para perfilar un hermoso ensayo culturalista?, ¿desde qué posición de compromiso ético me permito yo sentirme incómodo y receloso? y, si Kerangal pone en relación la catástrofe política y humanitaria con el arte, ¿conseguirá que tal relación sea pertinente y no forzada? Encontraré –encontré- las respuestas leyendo el libro.

La escritora francesa evoca enseguida la última vez que vio en un cine de París la película de Visconti, magníficamente restaurada, y hace una excelente descripción y disección de ella con una prosa –prieta, precisa, rica, plástica, poética- extraordinaria. El libro está escrito maravillosamente. Veamos. Kerangal describe la mítica secuencia del baile entre el príncipe de Salina y la bella Angélica, hija del ascendente Don Calogero: “Por su aterradora duración, estirada hasta el límite, la secuencia del baile tiende a resquebrajar la estructura de la película, cuyo tercio final ocupa, o más bien desequilibra la obra hacia su fin, al igual que la carga de un buque, excesiva o mal estibada, lo hace volcar. En realidad, todo es allí gravedad, pesantez, peso, sobrecarga, empalago y aun putrefacción –imagen saturada de escenarios inauditos compuestos de cuadros y objetos auténticos prestados durante el rodaje por las familias nobles de Palermo, profusión de trajes recargados, crinolinas turgentes, candelabros y velas encendidos, exuberancia de plantas y de flores, destellos cegadores de arañas con adornos de pasamanería, copas, cubiertos de plata, joyas-, a tal punto que el baile se pliega sobre sí mismo, se inflexiona en una dolorosa torsión de la que el vals del príncipe y de Angélica es a un tiempo motor y horizonte. Epicentro deslumbrante de la fiesta, la pareja, integrada al principio en la multitud de invitados, se despega progresivamente y se abre sitio, crea el vacío a su alrededor, focalizando las miradas de quienes se han paralizado poco a poco para contemplarla y se convierten en espectadores de su propio final. Porque todo allí deja traslucir que ese vals es el último de su clase, que es exactamente lo que llamamos canto del cisne”.

Y unas líneas después, Kerangal afirma: “comprendí que Visconti había filmado “El Gatopardo” como un naufragio”.

[caption id="attachment_1260" width="510"] El baile de El gatopardo.[/caption]

Ya está. El libro, en el final de su primer tercio, ha establecido su premisa y, en cierto modo, su conclusión: un naufragio. Al igual que la aristocracia rural que representa el príncipe de Salina vive el ocaso de su época con el ascenso de una clase social inferior (Don Calogero y Angélica), nosotros, espectadores del naufragio de la isla de Lampedusa, estamos asistiendo a nuestro propio final. Lo sucedido con los emigrantes –y ésta sí es la conclusión- “designa ya un estado del mundo, un relato totalmente distinto”.

Nacida en Tolón (1967) y criada en Le Havre, Maylis de Kerangal tenía las condiciones para mirar hacia el mar, para interesarse por el viaje y por los que viajan, por el principio y el fin de los itinerarios. Vivir es migrar.

Antes de entrar de lleno en El Gatopardo, Kerangal, de la mano de su también protagonista, Burt Lancaster, ha recordado El nadador (1968), la película de Frank Perry sobre el relato homónimo de John Cheever (a quien no nombra), “la odisea de un hombre que ha trazado el extraño proyecto de volver a su casa nadando, atravesando una tras otra las piscinas privadas de las suntuosas mansiones del valle donde vive, en Connecticut”.

El procedimiento de Kerangal, ensayo y memoria, tiene algo de Vila-Matas, por cierto. La autora recordará, a su modo, la llegada de Colón a América, un viaje en tren por Siberia leyendo Los trazos de la canción, de Bruce Chatwin –crónica, a su vez, de los viajes del escritor inglés por Australia- y sus frecuentes visitas a otra isla, Estrómboli. No puedo evitar la cita, al respecto, de una frase que me ha subyugado y estimulado: “yo llevaba un bebé en brazos y había acudido allí para esperar a un hombre que me había hecho una promesa”. ¡Qué sugerente comienzo para una novela o una película!

[caption id="attachment_1263" width="470"] Féretros tras el naufragio de inmigrantes en la isla de Lampedusa[/caption]

Antes de concluir con los emigrantes muertos en Lampedusa –vergüenza, rebeldía, pena-, Maylis de Kerangal habrá sintetizado el contenido y el sentido de su libro - traducido por Javier Albiñana-, de una buena parte de él al menos: “visualicé los innumerables recorridos que se entrecruzaban en la superficie de la tierra, esa red coral desplegada en todos los continentes que instaura identidades movedizas como flujos, y un vínculo con el mundo concebido no ya en términos de posesión sino en términos de movimiento, de desplazamiento, de trayectoria, dicho de otro modo en términos de experiencia”.

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