Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

OostCampus, Bélgica

La finalización del OostCampus, el proyecto realizado por el estudio de Carlos Arroyo en Bélgica, confirma un cambio largamente anhelado en los edificios públicos: el adelgazamiento de la apariencia en favor de programas más intensos que buscan la empatía ciudadana.

El estado abandona sus búnkeres. Si un edificio debe indicar a qué tipo de sociedad pertenece, es posible que seguir pensando la arquitectura política desde unos postulados beauxartianos no se ajuste de manera directa a nuestros cambios sociales. ¿Cómo seguir confiando en estamentos alojados en edificios dieciochescos o fascistas? Si una institución democrática no es ya igual que hace veinte años, su arquitectura tampoco.



Muy probablemente, estas fueron algunas de las preocupaciones esenciales de Carlos Arroyo (Madrid, 1964) y su equipo al diseñar el OostCampus: un edificio oficial que no desea serlo y que sirve a una nube de municipios. Su inauguración el pasado junio culmina un proceso burocrático iniciado a finales de los 70, cuando el gobierno belga decidió eliminar más de 300 poblaciones para unificar sus servicios y administraciones, lo que obligó a las poblaciones de Oostkamp, Hertsberge, Ruddervoorde y Waardamme a atomizar su burocracia. La adquisición de una antigua nave industrial de una compañía de refrescos relativamente cercana al centro de Oostkamp impulsó, en la primera década de este siglo, la oportunidad de dotar a este conjunto de poblaciones de un edificio que formalizase dicha unión. Un concurso que -representando la escisión lingüística belga- escogió como lema el "Ceci n'est pas... een administratief centrum" de Magritte.



La opción de Arroyo en el concurso fue la de mantener la fábrica y trabajar directamente con las preexistencias industriales, sin neutralizar su memoria. Una decisión coherente con ciertas ideas de preservación del patrimonio industrial que han hecho fortuna en Europa, y que encontró en la madurez social de su entorno un adecuado caldo de cultivo. La arquitectura de Arroyo alcanza gran parte de su sentido en explicarse a sí misma y hacer de su propia factura retórica. Aquí, la transparencia no ha sido solo tecnológica, sino de proceso, casi ideológica. Meses de reuniones populares cristalizaron en una nave industrial que agrupa espacios de reuniones, despachos, el futuro archivo municipal, almacenes y un salón de plenos, cuya actividad pueden observar los ciudadanos desde las calles interiores del conjunto. Ese hacer evidente la tramoya alcanza su plenitud, paradójicamente, en un falso techo que quizá constituya una metáfora inesperada: entre los fósiles de la burbuja, el paisaje político se construye a partir de las relaciones ciudadanas.



Ese paisaje de casquetes esféricos intersecados (de GRG, yeso reforzado con fibra de vidrio) es la parte visible de un minucioso trabajo de ordenación de la realidad, que prima un tejido inteligente de decisiones por encima del consumo compulsivo de novedades. Pero la ordenación estratégica también se extiende al territorio circundante, donde el estudio de Arroyo ha podido reordenar visualmente los recursos materiales de la municipalidad. Las señales de tráfico agrupadas o el relieve artificial creado con un vertedero de tierras aseguran un acercamiento sensible al entorno. La historia continúa: "Me pillas ahora mismo preparando el discurso para la inauguración de la Academia de Danza en Dilbeek", comenta Arroyo al teléfono. En los últimos tres meses, ha inaugurado dos proyectos en Bélgica ganados por concurso y con un fuerte componente social, tanto en su uso como en su desarrollo y gestión. Arroyo, con su experiencia, ilustra una duda inquietante de nuestros días: la de si esta hégira profesional, además de económica, no será también la búsqueda de sociedades más adultas. Conviene preocuparse ante una respuesta sincera.