En 1866 abría Valle los ojos al mundo en una cuna de madera recia como la que hay en el dormitorio principal. Ese mismo año aparecían Crimen y castigo de Dostoievski y los Poemas saturnianos de Verlaine, aunque al gallego la inspiración le vino de otro lado. "Tenía mi abuela una doncella muy vieja que se llamaba Micaela la Galana. Murió siendo yo todavía niño. Recuerdo que pasaba las horas hilando en el hueco de una ventana y que sabía muchas historias de santos, de almas en pena, de duendes y de ladrones. Ahora yo cuento las que ella me contaba, mientras sus dedos arrugados daban vueltas al huso. Aquellas historias de un misterio candoroso y trágico me asustaron de noche durante los años de mi infancia y por eso no las he olvidado. De tiempo en tiempo todavía se levantan en mi memoria, y como si un viento silencioso y frío pasase sobre ellas, tienen el largo murmullo de las hojas secas. ¡El murmullo de un viejo jardín abandonado!".

El Pazo del Cuadrante, donde "el soñador se siente protegido para soñar en paz" en palabras de Gaston Bachelard, está rodeado por un jardín y una huerta y presidido por un gigantesco magnolio centenario. Los bancos de piedra, las camelias y los árboles que proyectan su sombra sobre la casa aparecen en los cuentos de Jardín Umbrío. En la planta baja donde ahora encontramos ejemplares de las primeras ediciones de sus obras, estaban los establos a los que le encantaba bajar de bebé para tocar el testuz de las vacas ("Aún tengo viva la impresión que me producían sus ojos húmedos, enormes") y años más tarde, para pasar entre las patas de las caballerías.

El calor que desprendían los animales calentaba la casa en invierno, y el fuego que se hacía en la "lareira" de la cocina, coronada por una chimenea que evitaba que entrara el agua en días de lluvia, congregaba a los señores, los empleados, los proveedores y el cura. Todos los estratos sociales compartían esta cocina de piedra que se mantiene casi intacta un siglo y medio después. Entre los bancos, el fregadero, la artesa y las alacenas, los habitantes y los visitantes descansaban, rezaban y contaban historias mientras el gato se acurrucaba en el regazo de alguna vieja sirvienta o escapaba a toda velocidad por la puerta.

Cocina de la casa con la "lareira" al fondo

El salón está impregnado de un olor desconocido. Me acerco al reloj de pared, a los muebles de madera, a las butacas tapizadas, al incienso que crece en las macetas. Huelo las alfombras y las cortinas. Pero no está ahí, no está en ningún lado. Ni siquiera lo notan los que van conmigo. Es un olor acre, añejo, como de polvo o de vida detenida en el tiempo. Esta casa se quemó en 1994, pero su esencia permanece en el aire.

En un rincón se encuentra la vieja salamandra que usaban las clases acomodadas para protegerse del frío. Junto a ella, dos botitas de niño, y enfrente, el comedor elegante y luminoso donde se sentaban a comer. Todo aquí (el salón, las habitaciones, el despacho isabelino, la acogedora sala donde recibían visitas y celebraban fiestas, los sofás, las poltronas, las porcelanas, las cuberterías finas, la colección de relojes del siglo XIX, la cámara de aire, la caja de caudales, el escudo de la fachada principal) nos habla del origen noble de la familia y nos trae a la mente a ese alter ego del autor que fue el Marqués de Bradomín.

Cuesta imaginar a Valle sin su barba y su traje negro, igual que cuesta imaginarlo con el brazo izquierdo, que perdió en 1899 en un café de la Puerta del Sol de Madrid durante una pelea con el escritor Manuel Bueno. Sus amigos recaudaron fondos en el estreno de Cenizas para comprarle uno ortopédico, pero lo cierto es que el autor modernista dejó de actuar a raíz de aquello. Es difícil visualizarlo de joven, pero no es imposible. Al fin y al cabo su pasado está en los libros, donde teje sus recuerdos y nos devuelve fotogramas de su niñez en la calle Luces de Bohemia mucho antes de que inventara el esperpento y deformara la realidad para presentarnos la verdadera imagen que se oculta tras ella.

Uno de los escenarios que aparecen en sus primeros relatos eran los patines, unas escaleras por las que se accede a la primera planta de la vivienda. Hay uno en la fachada principal y otro en la huerta que aún conserva la solana donde secaban la ropa, las espigas y las habas y donde los paisanos esperaban para concertar sus tratos. "Resonaron las risas alegres y bárbaras. Las mozas, un poco encendidas, bajaban la frente y mordían el nudo de sus pañuelos. Los mozos, en lo alto de los carros, renovaban los brincos y los aturujos, pisando la uva. Pero de pronto cesó la fiesta. Mi abuela acababa de asomar en el patín, arrastrando su pierna gotosa y apoyada en el brazo de Micaela la Galana. Era Doña Dolores Saco, mi abuela materna, una señora caritativa y orgullosa, alta, seca y muy antigua".

Dormitorio principal de la casa, en el que nació Valle-Inclán en 1866

En la retina del escritor se fijaron esos lugares, personajes y escenas costumbristas, como lo harían más tarde los del Madrid bohemio y tertuliano y los de México, Cuba y los frentes de guerra a los que viajó durante la Primera Guerra Mundial. Pero "la verdadera patria del hombre es la infancia", decía Rilke. Y la infancia y juventud de Valle transcurrieron en este pazo gallego mientras en el mundo nacía el cine, moría un rey y Chaikovski componía la Sinfonía patética.

El dramaturgo, novelista y poeta de la generación del 98 iluminó la literatura española y no se detuvo nunca pese a sus constantes problemas de salud. Agudo, sarcástico, autocrítico, hiperbólico, profundo, contradictorio, goyesco y provocador, Valle fue y sigue siendo una figura enigmática e inabarcable. Definido por Ramón Gómez de la Serna como "la mejor máscara a pie que cruzaba la calle de Alcalá", este viajero incansable y dedicado padre de familia (hay una fotografía en que aparece rodeado de sus hijos que es de una ternura apabullante), vivió muchas vidas. Entre otras cosas, fue corresponsal de guerra en el frente francés, estuvo encarcelado por proferir insultos a la autoridad y le nombraron director de la Academia Española de Bellas Artes de Roma. Pero pese a su afán de autenticidad, la persona y el personaje acabaron confundiéndose y el artificio y la leyenda se adueñaron de su biografía como se ve en este fragmento de su ensayo La lámpara maravillosa: "Llevo sobre mi rostro cien máscaras de ficción que se suceden bajo el imperio mezquino de una fatalidad sin trascendencia. Acaso mi verdadero gesto no se ha revelado todavía, acaso no pueda revelarse nunca bajo tantos velos acumulados día a día y tejidos por todas mis horas. Yo mismo me desconozco y quizá estoy condenado a desconocerme siempre".