Juan Cárdenas.

El escritor gana con Los estratos el premio Otras Voces, Otros Ámbitos, que concede Ámbito Cultural El Corte Inglés a la mejor novela "de culto" publicada el pasado año.

Juan Cárdenas (Popayán, Colombia, 1978) debutó en España con Carreras delictivas (2008), libro de cuentos al que siguió Zumbido (2010). Su última novela, Los estratos (Periférica), ganadora del Premio Otros Ámbitos, Otras Voces, cuenta la historia de un hombre que huye, pero su huida es, a la vez, un viaje al pasado, un intento de recuperar cierto episodio infantil, apenas entrevisto en sueños y alucinaciones, que le ayude a superar una enfermedad mental que lo atormenta. El innombrado protagonista se va dando cuenta a lo largo del libro de que su enfermedad -su esquizofrenia- no es individual, sino colectiva, lo que hace que su voz se rompa y confunda generando, en palabras de Cárdenas, "el verdadero tejido" de la obra, una maraña de voces que representan distintos tipos sociales, o estratos. Un libro, en esa línea, político, de evidente carga social, cuyo propósito, sin embargo, no hay que reducir a una polarización entre ricos y pobres, o entre prosperidad y subdesarrollo, como tampoco entre enfermedad y salud o entre curación y autodestrucción; en todo caso, dice el escritor, Los estratos es "un intento de repensar y explorar toda esa dialéctica".



Pregunta.- En el libro no sabemos el nombre de la ciudad de Colombia en que se desarrolla, ni el de los personajes. ¿Por qué decide eliminar los nombres?

Respuesta.- Yo siempre he trabajado a partir de una idea: me parece más fructífero ponerse limitaciones. Y una de esas limitaciones autoimpuestas es eliminar los nombres. También creo que te permite un tratamiento más plástico de lugares reales, te permite doblarlos, moldearlos y a la vez hacerlos reconocibles a través de la descripción. Me gusta esa idea, esa frontera entre lo reconocible y lo extraño que se da en los sueños, y que yo he intentado lograr en este libro.



P.- El título hace referencia a los estratos en que está dividida la sociedad colombiana. Y hay carga social en ciertos hechos, como la ruina del protagonista o esas descripciones de los ambientes rurales, paupérrimos y atrasados. ¿Diría que es la suya una novela social?

R.- Decirte que sí a eso sería condenar mi novela a emparentarse con una tradición que es sumamente sospechosa desde el punto de vista literario, por la escasa originalidad de sus formas, y político, por su habitual carga panfletaria. Y sin embargo, asumir ese legado es inevitable, son formas que han existido en América Latina y la novela está tratando de establecer un diálogo, si quieres irónico, con esa tradición. Mi novela creo que aborda asuntos extremadamente políticos desde una perspectiva formal arriesgada y novedosa. En ese riesgo y ese intento de decir lo político con formas nuevas creo que es donde está lo más interesante.



P.- ¿Qué consecuencias tiene en la gente esa división en estratos de la sociedad? ¿Qué es lo que propicia que una persona o familia se sitúe en un estrato u otro?

R.- Es un sistema de castas que tiene unas correspondencias muy concretas en los modos de vida. Pero lo más interesante de eso son las formas de sensibilidad y el esquema de deseos que va creando en los ciudadanos. Ese esquema de deseos está completamente atravesado por un capitalismo de mercado muy violento. Eso que en Colombia llamamos Violencia, en términos abstractos y míticos, obedece a ese esquema de deseos; son deseos que tienen que ver con querer ser lo que no eres todo el rato. Socialmente, no creo que haya nada tan violento como eso. Pero yo no quería retratar solo una situación social, porque me parece un poco banal, sino que yo quería precisamente que el tejido de voces mostrara esa estratificación del esquema de deseos.



P.- Por ahí asoma también el arte contemporáneo, cuyos excesos parecen incluso profetizados por la cita de Horacio que abre el libro.

R.- Sí, me interesa la reflexión sobre el arte, mundo al que estoy muy vinculado. Hay fructíferos trasvases entre el mundo del arte y la literatura que están apenas abriéndose.



P.- Sin embargo, parece querer destacar lo absurdo de determinado tipo de arte.

R.- Como todos sabemos, el discurso del arte corre constantemente el riesgo de caer en la farsa, en ese absurdo absoluto. Pero me parece que es en ese diálogo con el absurdo donde está toda su potencia. Mi acercamiento es irónico y al mismo tiempo cauteloso. De hecho, yo pensé algunas veces que incluso la propia novela podía parecer una farsa, habría quien podría leerla así. Como un gran absurdo.



P.- Usted es traductor también. Detrás de cada traducción hay un trabajo para conseguir un idioma más neutro si lo comparamos con esta novela en la que hay un interés por su parte en captar el habla y el lenguaje de la calle.

R.- El lenguaje nunca es neutro. De hecho la propia noción de neutralidad en el lenguaje es ideológica, no existe esa neutralidad. Yo creo que uno lo que hace es negociar. Existe un español literario que se ha ido creando a lo largo de décadas, que es una lengua producto de un campo de fuerzas, y uno negocia con eso. Mi mayor preocupación como traductor es precisamente intervenir ese lenguaje literario del español, y esa intervención siempre es política, porque se trata de fingir cierta corrección y al mismo tiempo meter cosas de contrabando, ir alterando la lengua, dejando que se contamine de ritmos foráneos, que a la propia lengua le salgan ritmos internos que no estaban allí antes... eso me parece que es una labor que siempre es política y desafiante.



P.- En su novela más que la inclusión de modismos o colombianismos, se observa un interés por dotar a la prosa de un ritmo particular.

R.- Es que yo creo que esto del contrabando de la lengua más que una cuestión semántica tiene que ver con la musicalidad. Me interesa alterar el ritmo interno del lenguaje. En ese sentido mi trabajo tiene mucho que ver con el de algunos escritores latinoamericanos como Antonio Di Benedetto, en donde hay como una tensión entre el aspecto clásico, sobrio si quieres, y unos guiños barrocos muy sutiles en el interior de las frases. Me gusta ese juego. Es muy interesante porque el barroco en el español está muy ligado a esa idea. Si uno lee a Baltasar Gracián, ve que está esa misma tensión.



P.- ¿No le parece que determinados escritores jóvenes latinoamericanos parecen ahora querer regresar a esa literatura de color local, repleta de modismos?

R.- Puede ser, y es muy poco interesante, la verdad, el mero gusto por reproducir jergas locales es una cosa muy pueblerina y a mí me aburre mucho. Aunque luego está la otra tradición barroca que tiene que ver con esta casi disolución del sentido a partir de la introducción de palabras que provienen de la jerga popular. En ese sentido, tengo una profunda admiración por lo que hace Yuri Herrera; mucha gente cree que introduce mexicanismos en su obra, pero en muchos casos no lo son, son términos y expresiones que él saca por ejemplo de Alfonso X el sabio y luego él las mexicaniza. Realmente me parece algo muy revolucionario, un ejercicio increíble de desplazamiento del lenguaje.