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Pepe Oneto, el periodista que amaba la libertad y a su flequillo

El periodista murió a los 77 años en San Sebastián, donde permanecía ingresado desde mediados de agosto; una muerte que ha provocado una gran conmoción en los ámbitos periodístico y político.

8 octubre, 2019 07:34

A Pepe Oneto le vi llorar una vez, solamente una. Fue aquella mañana de 1996 en que mandó parar el trabajo de la revista que dirigía, Tiempo, y se colocó bajo los ventanales que daban a la calle de O’Donnell. Lo escoltaban los subdirectores y los redactores jefes con aire inquietantemente solemne. Nos acercamos en silencio. "Todo empieza y termina", nos dijo Pepe, la voz segura, el flequillo impertérrito, sin un papel en la mano; "todo tiene un principio y un final. Nuestro presidente, Antonio Asensio, me necesita para dirigir los informativos de Antena 3 Televisión. Así que hoy, después de diez años trabajando juntos, tengo que deciros adiós…"

Y ahí se le quebró la voz. Se le desfiguró la cara en un sollozo imposible de soportar, se abrazó a quien tenía al lado y estuvo varios minutos, interminables minutos, ahogado en un llanto sin consuelo, en un llanto de niño chico, en un puro dolor. Y todos nos dimos cuenta, callados, conmovidos, de una cosa: aquel hombre jovial, bromista, ingenioso y sabio; aquel tipo sonriente y decidido al que no hundía nada, a quien nada entristecía, que siempre veía la botella medio llena y nunca medio vacía, nos quería. Nos quería de verdad. Nos había contratado a casi todos porque estaba convencido de que éramos buenos, de que podríamos sacar adelante aquella revista que llegó a ser, gracias a él y durante muchos años, un punto de referencia indispensable en la información de nuestro país. Pero es que además nos quería. Yo no había visto eso nunca antes y solo alguna vez, muy pocas, lo he vuelto a ver después. Un director, un jefe, que mostrase y demostrase un verdadero afecto por mí. Por todos. Quizá, en el periodismo de hoy, pocos entenderán lo que eso nos ayudó a trabajar, a ser mejores.

Sabíamos quién era. Algunos le tomábamos muy en serio, cosa que a Pepe no le hacía maldita la gracia porque él quería compañeros, no monaguillos que anduviesen tras él con el incensario. Quería periodistas con ilusión y con ganas, como él, y no académicos de la entradilla que se dedicasen a abrirle la puerta. Sabíamos que no había sido el gran cronista de la Transición, como tantos decían, sino mucho más: uno de sus protagonistas. Uno de los inauditos guerrilleros que, cuando el pobre Arias Navarro –un hombre que estaba muerto pero que no lo sabía– trababa de sofocar la libertad de expresión a mediados de los setenta, simplemente se echó aquella libertad a la espalda y embistió como un búfalo a la resquebrajada realidad oficial del franquismo. Y dijo en su semanario lo que pensaba, y publicó lo que de verdad sucedía, y arrostró en Cambio16 amenazas y censuras sin cuento, y abrió por las bravas las polvorientas ventanas del país para que los ciudadanos nos enterásemos de una buena vez de qué estaba ocurriendo. Aquella portada de mayo de 1976, Arias lo para todo (ah, los titulares de Pepe en portada) fue el prólogo exacto de la destitución de aquel presidente desorientado y trasterrado en el tiempo, que tenía en su despacho, sobre un caballete de pintor, un cuadro gigantesco del caudillo; y luego, encima de la mesa, una fotito del Rey enmarcada en latón.

Tomás Serrano

Las risas de Pepe. Las carcajadas de Pepe, aquel hombre que conocía a todo el mundo, que tenía los teléfonos de todo el mundo, que hablaba con todo el mundo. Tú te colabas en su despacho en la revista, con aire de espía bogartiano, y le decías: “Pepe, esto no lo sabe nadie, ¿eh? Me he enterado de que el general Sáenz de Santamaría ha comentado…” Y él te interrumpía: "Sí, me lo dijo a mí anteanoche". Y estallaba en una de sus risotadas felices, fulgurantes, contagiosas, y luego te pasaba el brazo por el hombro y te decía: "Venga, joé, quita esa cara, chaval, que vas bien, que lo estás haciendo bien; a por la próxima”. Y tú no tenías más remedio que sonreír. Y sonreías. Y te ibas a por la próxima.

Pepe Oneto solía decir que la noticia se encuentra si estás allí. Bien lo sabía. Alguna vez nos contó las horas interminables que se pasó en La Marquesita, una especie de cafetería o bar de tapas que había en las inmediaciones de palacio de El Pardo, en los días tremendos en que el caudillo no terminaba de morirse. Por allí pasaba todo el mundo. Y Pepe, que veía crecer la hierba, se fijaba en las caras que ponían los periodistas “del régimen” cuando iban a tomar algo: café solo y cara de angustia, eso es que está peor. Bocata de jamón con tercio de cerveza y gesto insolente, eso es que va tirando. De ahí salieron muchas crónicas. Pero había que ser Pepe Oneto para escurrirse, Dios sabrá cómo, en la habitación de La Paz en que estaban a punto de ingresar a Franco, disfrazado con una bata blanca y una cámara escondida (¿qué haría con el flequillo, que conocía todo el mundo?), para dar una noticia que a los saurios del régimen (pobre Arias) les hizo saltar de la silla.

No conozco a nadie vivo (muerto, quizá sí: Sabino Fernández Campo) que haya sabido más sobre el golpe de Tejero, Armada, Milans y todos sus filisteos. Pepe estaba allí, en el Congreso, y se tiró al suelo, como los demás. Pero de aquella noche interminable y aburrida, o al menos eso decía él, sacó material Pepe Oneto para una colección de libros que en realidad es un solo libro pulido y reescrito interminables veces, hasta lograr la última: 23-F, la historia no contada. Ahí está todo o casi todo. Investigó hasta la extenuación. Preguntó a todo el mundo, y Pepe era un experto en sonsacar porque quienes le conocían sabían bien que también era experto en callar. Escribía frenéticamente, siempre a máquina si podía evitar el ordenador, con una prosa relampagueante, concisa, de periodos breves. Odiaba que le interrumpieran: se interrumpía él solo, salía del despacho en mitad de un párrafo y se te acercaba: “Oye, ¿ya has visto la Tosca del Teatro Real?” No quería una respuesta, lo que buscaba era una confrontación. “¿Raimondi, dices? ¡Pero si ya no canta, está viejo, no le quedan más que los trucos, cómo puedes decir que te ha gustado Raimondi!”. Diez minutos después, ya desahogado, ya establecida su mitomanía operística frente a la mitomanía de los demás (de eso se trataba), volvía a la Olivetti y continuaba el párrafo como si no lo hubiese abandonado nunca.

Era presumido, sí. Aquellas camisas a cuadros, o a rayas, con el cuello siempre blanco, dónde las compraría. Un día encargó un reportaje: “Mira, ven”, dijo, “este año cumple Felipe los cincuenta. Entérate de quién más los cumple, les llamas, les preguntas lo que sea y sacas una historia bonita, ¿verdad?”. Fueron saliendo personajes públicos: además de Felipe estaban Forges, Óscar Alzaga, Iñaki Gabilondo, Luis Gámir, yo qué sé, ya no me acuerdo. Todos o casi todos llevaban bastante mal el medio siglo. Hasta que de repente, cotejando datos (en 1992 no había Wikipedia), sale… ¡Pepe Oneto! ¡También Pepe cumplía el medio siglo! En su despacho empezó a dar cómicas voces, como si fuese una pieza atrapada: “A mí no, ¿eh? ¡A mí, ni me menciones! ¡Ni se te ocurra! ¡Venga, búscate la vida pero a mí no me metas!”. Y se mondaba de risa.

Había una pregunta, sin embargo, que yo creo que nadie se atrevía a hacerle. Se la hice yo, casi a hurtadillas, una noche larga en la redacción. Estábamos en esa confianza que solo algunas veces da la madrugada. Ya he dicho que nos quería a todos. Me miró de medio lado y sonrió: “Shiquiyo, te lo voy a decir pero no lo cuentes nunca, ¿eh? Yo llevo este flequillo, que no veas el trabajo que da, por culpa del emperador de Austria”. Yo me le quedé mirando, pasmado. “Sí”, continuó él, “Francisco José, el marido de Sissi. Llevaba unas patillas imposibles que se le juntaban con el bigote, debía de ser un horror aquello. Hasta que un día dijo: me voy a afeitar. Y entonces el primer ministro, que no sé quien sería, va y le dice: Majestad, nos va a arruinar usted en monedas y en sellos de correos, piénselo. Y el emperador se murió con aquellas patillas. Pues a mí me pasa algo por el estilo. Si me cambio el peinado, dejo de ser Pepe Oneto para mucha gente; sería como una abdicación, ¿verdad?”.

Y en ese momento estalló en otra de sus memorables carcajadas, que tenían la virtud de disolver todos los males, de aventar todos los rencores, de apaciguar todas las suspicacias, pero que también te dejaban pensando si te estaba diciendo la verdad o si te estaba tomando el pelo. Que en aquel caso, creo yo, era lo más probable.

Pepe se ha ido para siempre a su isla de San Fernando sin dejar de ser él mismo ni un solo día en toda su vida. Con su flequillo, desde luego. España ha perdido a un periodista de los que ya no quedan, y será difícil que los vuelva a haber. Los ciudadanos hemos perdido a un hombre esencial, perfecta, optimista, resplandecientemente bueno, que creía en la libertad y en la democracia, y que dedicó su vida a defender ambas cosas. Yo he perdido a un amigo, a uno de los mejores y más leales que tuve nunca. Sonrío, pero no voy a ocultar ahora la humedad que apenas me deja ver el teclado en que escribo, como aquellas lágrimas de niño desvalido que él derramó cuando dejó Tiempo. Cito a Tomás Luis de Victoria, que a Pepe le emocionaba tanto: “Vosotros, los que vais por el camino, mirad y ved si hay dolor como mi dolor”.

Que la tierra te sea leve, compañero.

Pepe Oneto será enterrado el miércoles en San Fernando (Cádiz), su ciudad natal. El Ayuntamiento de San Fernando ha declarado este martes de luto oficial para expresar su "profundo pesar" por el fallecimiento del periodista isleño. En un comunicado de prensa, el gobierno municipal recuerda que Pepe Oneto siempre llevó "el nombre de su ciudad natal por bandera".