Chester Bennington durante un concierto.

Siempre que alguien fallece en circunstancias tan dramáticas como las de Chester Bennington la semana pasada, uno se pregunta qué puede provocar en un ser humano una supresión semejante de la voluntad. Qué puede llevar a alguien a rechazar sin reservas el paso siguiente, por insignificante que éste sea. A considerar que ha sido suficiente. A no querer realizar ni un solo acto más en su vida, salvo uno. El definitivo. No creo que sea posible hallar fácilmente una respuesta desde un lugar ajeno a esa situación.

Sobre todo ello, aunque desde otra perspectiva, reflexiona Albert Camus en su ensayo de 1942 El mito de Sísifo, cuyo primer capítulo se inicia con una de sus proposiciones más célebres: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás (...) vienen a continuación». El libro parte en su primera página de una cita del poeta griego Píndaro: «Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible». Precisamente eso es a lo que Bennington decidió renunciar. A todo lo posible.

Honestamente, lamento mucho su muerte. Ha resultado inesperada, chocante y difícil de comprender. Algo a lo que se une, además —tal y como he leído en numerosas cabeceras a lo largo de todo el fin de semana—, el hecho de que Chester fuese la voz de una generación. En concreto, de la mía. Una generación de horteras que alrededor del año 2000 dejaron atrás la adolescencia para adentrarse en la mayoría de edad y, por alguna razón que todavía no me explico, encontraron su referente musical en grupos como Linkin Park; probablemente, uno de los máximos exponentes de la peor época del rock: la del nu metal. 

Dice un buen amigo que la edad del pavo es esa en la que a todos se nos permite ser un poco gilipollas. Ahí debe de residir, entonces, la explicación. El nu metal —new metal para la gente normal— fue un despropósito musical que mezclaba guitarras de rock industrial con elementos aleatorios de hip hop introducidos con calzador después de los estribillos —normalmente, el rapero del grupo llevaba cascos y practicaba además scratching con un vinilo, haciéndolo todo todavía más ridículo—, cuya base rítmica, especialmente en bandas como Limp Bizkit o Linkin Park, era fundamentalmente electropop, no muy diferente a las que usaban por aquel entonces Madonna o Kylie Minogue, y cuyas melodías eran las propias del pop lírico pero cantadas guturalmente, al estilo de Napalm Death y grupos similares. Un potingue insoportable al que hay que añadirle el chándal, las gafas pastilleras y el pelo de colores. Dudo que al rock en general y al metal en particular le haya sucedido alguna vez nada peor. 

Un paseo por todos los géneros

Y sin embargo ahí estábamos. Con una melena que nos llegaba a la mitad de la espalda, destrozándonos la garganta y agitando la cabeza como si tuviésemos morriña de la Baticao. Y el motivo era el vacío que se había producido entre las corrientes musicales de finales del siglo pasado y las actuales. Un fenómeno similar al que se dio en la misma época en el mundo del tenis tras la hegemonía de Sampras y Agassi y antes de la aparición de Federer y Nadal, cuando fueron número uno Gustavo Kuerten, Andy Roddick y Lleyton Hewitt. Limp Bizkit, Papa Roach, Linkin Park y compañía fueron los Kuerten, Roddick y Hewitt del rock.

Chester Bennington en pleno concierto con su grupo Linkin Park.

Después del grunge, el britpop y el rock grandilocuente de bandas como Guns N' Roses o incluso los Aerosmith de los 90, y justo antes del auge del indie y el revival del post-punk, el noise, el shoegaze y el folk-rock, hubo un hueco que nuestra generación sólo supo llenar con el nu metal. O lo que es lo mismo, con todo lo que había a mano. Y ya que nadie sabía cuál sería el siguiente estilo en estar de moda, lo único que se hacía era probar diferentes mezclas para ver qué salía de ahí. Con el consecuente arrepentimiento de los propios grupos cada vez que pasaban unos meses desde la publicación de su último disco.

En el caso de Linkin Park, después de sus dos primeros álbumes, Hybrid Theory y Meteora, decidieron dar un paso a un lado y apartarse un poco del nu metal para demostrar que sabían hacer algo más que saturar la guitarra hasta lo indecible y rayar vinilos, así que en 2007 publicaron el disco Minutes to Midnight, donde giraron un poco hacia el rock alternativo. Pero siguieron intentando alejarse todo lo posible del nu metal, y en 2010 vio la luz el disco conceptual A Thousand Suns, sobre el que Chester diría dos años más tarde: “Nos volvimos locos en nuestro anterior disco, A Thousand Suns. Fue un disco experimental que por mucho tiempo polarizó a los seguidores de Linkin Park, pero el grupo es consciente de sus acciones”. A partir de ahí siguieron peleando contra la etiqueta que les perseguía desde el año 2000 hasta terminar publicando un álbum de pop melódico en mayo de este mismo año llamado One More Light. Dos meses después, Chester Bennington, líder de la banda, se quitaba la vida en su casa de Los Ángeles. 

Fue la voz atormentada y desencantada de una generación que hace diecisiete años había perdido el norte musical. Una generación desorientada que no supo entrar en el siglo XXI con un mínimo de elegancia. Que por no ser capaz de decantarse por el pop, el rock, el metal, el hip hop o la electrónica, quiso amalgamar todos los estilos en uno solo que resultó ser una aberración y al que todos terminamos repudiando. Una generación hortera y sin sentido de la medida, pero qué diablos, era nuestra generación.