El hombre blanco y heterosexual -sujeto literario por excelencia por los siglos de los siglos y amén- anda nervioso. Está rodeado. Las creadoras golpean los muros de su palacio cultural, un ecosistema que le ha aupado siempre, que le ha repetido que es el mejor, que todo lo que dice es joya verbal, que sus pensamientos son los que edifican el mundo. A esos hombres anclados en sus sillones polvorientos -en las bibliotecas, en las Academias, en las editoriales, en las malditas librerías- les irrita ceder el espacio lingüístico que siempre han copado. Exigen seguir siendo los dueños de la palabra, y, por tanto, dueños de todo lo tangible y lo intangible. A esos hombres les divierte poco, muy poco, la reedición de Cómo acabar con la escritura de las mujeres (Editorial Dos Bigotes y Barret), de Joanna Russ, escritora, profesora y feminista radical.

En este ensayo, rescatado 35 años después de su publicación original -y rabiosamente vigente-, Russ denuncia los distintos mecanismos creados para ignorar, condenar o minimizar las obras literarias de las mujeres. La molesta Jessa Crispin pone los puntos sobre las íes en el prólogo y alude a los tipos que hoy llegan buscando expiación, buscando ser absueltos por sus viejos errores, que son también los nuevos: “Todos esos hombres, todos esos hombres blancos, hombre que alguna vez le dijo a una editora adjunta mientras la acorralaba contra la pared ‘Ya sabes que estoy en un matrimonio abierto’, cada hombre que alguna vez empleó la palabra ‘melodramáticas’ para describir las memorias escritas por una mujer o ‘elocuente’ para describir la actuación de un hombre negro”, lanza.

Y hay más: “[Cada hombre que] dedicó dos párrafos a especular sobre el cuerpo de una autora o de un autor trans en lo que se supone que era una reseña sobre su obra, cada profesor que usa las letras de Kanye West en una conferencia para demostrar que está en la onda pero cuyos programas de las asignaturas son totalmente blancos, cada hombre que se ha referido a una Brontë, a Emily Dickinson o a James Baldwin como escritores menores: todos ellos están aquí”. Lo que Crispin propone es que el feminismo ha de ser ambicioso en sus retos: ahí la inclusión o la conquista económica sin caer en la tiranía. De nada sirve que las mujeres se liberen y accedan a los lugares de poder de los hombres si acaban comportándose como ellos y emulando su liderazgo tóxico.

El leitmotiv de Crispin, autora de Por qué no soy feminista: un manifiesto feminista (Sin Fronteras), igual que el de Russ, es pensar en lo social, no sólo en lo personal -en lo neoliberal-. “Creo que ella trata de averiguar cómo podemos conocernos verdaderamente unos a otros: cómo podemos traspasar esa línea de ver lo individual a ver la humanidad que compartimos. Ese es un proyecto radical”. La autora quiere destruir todos los sesgos de lectura, no sólo el de género. Es una revolución total.

¿Cuáles son las estrategias para dimanitar la literatura escrita por mujeres? Aquí algunas de las claves:

1. Prohibiciones

Prohibido estudiar. Prohibido formarse. Prohibido acceder a los materiales. Prohibido tener dinero. Prohibido gozar de tiempo libre. Prohibido -moralmente- escribir: está mal visto. Históricamente, así ha sido: se le ha impedido a la hembra el acceso a la cultura, y, por tanto, el acceso al mundo laboral, y, por eso, el acceso a la independencia, y, por eso, el acceso al tiempo y los materiales necesarios para escribir. Si conseguía traspasar todas esas barreras… no importa, la autora estaría desacreditada de primeras.

2. Mala fe

“Es difícil no creer que existe una conspiración consciente”, sospecha Joanna Russ. La ignorancia -sobre el talento ajeno, en este caso femenino- no es mala fe, pero perseverar en ella sí que lo es.

3. Negación de la autoría

Un ejemplo: Mary Shelley. No podía ser tan buena, así que se dijo de ella que era únicamente “un medio transparente a través del cual pasaban las ideas de aquellos que estaban a su alrededor” o explicar que “el hombre que llevaba dentro lo escribió”.

4. Contaminación de la autoría

Antes del siglo XX, se castigaba a las autoras divulgando la idea de que eran indecentes, neuróticas o anormales. A partir de ahí, cambió el tono para hacerse aún más intrusivo e insultarlas también por su físico o su vida moral y sexual.

5. El doble rasero del contenido

La mirada machista entiende que hay temáticas que son “femeninas”, como el embarazo -como si el hijo no fuese de un padre y de una madre-. Sostienen que hay un conjunto de experiencias que son más valiosas que otras. En el primer grupo están las guerras y la violencia. En el segundo, el amor o la crianza.

6. Falsa categorización

Autoras expulsadas de antologías, silenciadas en conferencias, con obras poco investigadas, colocadas en subgéneros literarios, etc. Ojo al detalle de añadir un adjetivo a su nombre para ridiculizarlas. Ahí Christine Rossetti como Christiane la Solterona o Dickinson, Emily la Extravagante.

7. Aislamiento

El mito del logro aislado. El argumento de “escribió una buena obra, pero sólo una”, como si hubiese sido un milagro o un suceso fortuito, como si la autora no pudiese realmente ser brillante. O el “Jane Eyre no tuvo seguidoras, no influyó en autoras posteriores”, como eslabones sueltos de una cadena.

8. Anomalía

“Considerar que las escritoras son anomalías es el modo definitivo para asegurar la marginalidad presente”. Relacionada con el anterior punto. Como se las considera extrañezas, no se estudian las conexiones o relaciones entre ellas.

9. Falta de modelos a seguir

Consecuencia directa del punto anterior.

10. Reacciones

¿Cómo se toman las mujeres todo esto? Pues alejándose de la escritura, asumiendo que lo que ellas tienen que decir y su modo de decirlo siempre va a ser inferior al masculino. Otra posibilidad: reaccionan masculinizándose, llamándose a sí mismas “excepción” o asegurando que son “más que un género, más que una mujer”.

11. Estética

Aquí Russ señala que “el modo de entender la literatura no está incompleto, sino totalmente distorsionado”. “¿Qué sucede con la definición que una tiene de criterios estéticos cuando se enfrenta a una literatura que no respalda a su propio ser sino que lo ataca?”, se pregunta la crítica y académica Judith Fetterley. ¿Cómo enfrentarse a todo un imaginario cultural lleno de personajes previsibles y estereotipados con los que la lectora -y posible escritora- no se identifica?