Cuenta Siri Hustvedt en La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres (Seix Barral) que, como escritora casada con un escritor -Paul Auster- ya tiene el cuerpo hecho a variados episodios de sexismo “y de algo más”. Como aquella vez que un periodista chileno insistió en la idea de que su marido le había enseñado psicoanálisis y neurociencia -cuando ella había repetido varias veces que no, y había recordado que Auster poco interés tenía en esas cuestiones-; o cuando un patriarca del mundo literario francés le soltó, tras leer su tercera novela, con ademán autoritario, un “tiene que seguir escribiendo”. En otra ocasión, una lectora le preguntó si las partes correspondientes a uno de los personajes masculinos de su libro El mundo deslumbrante las había escrito su pareja.

Ése es -también- el problema: que las mujeres son igual de tendenciosas que los hombres. Hustvedt cita varios estudios, como el de 1968, de Philip Goldberg, en el que se dio a dos grupos de alumnas el mismo ensayo, uno firmado por John T. McKay y otro por Joan T. McKay, para que lo valoraran. “El de John fue calificado de superior en todos los aspectos”, explica la autora.

“Desde entonces, estudio tras estudio ha demostrado lo que yo llamo ‘el efecto del realce de lo masculino’”. Por otra parte, un análisis de 2008 demostró que cuando los trabajos académicos eran sometidos a un proceso de revisión en el que no se identificaba al autor ni al revisor, aumentaba de forma significativa el número de textos escritos por mujeres que aprobaban.

Intuyo que para él competir, literariamente o de otro modo, significa medir fuerzas con otros hombres. Las mujeres, por brillantes que sean, simplemente no cuentan

Una de las grandes anécdotas del ensayo, que resume bien la tesis de Hustvedt, es la entrevista que le hizo frente a una audiencia al escritor noruego Karl Ove Knausgård (Mi lucha). Ella le preguntó por qué en un libro en el que había cientos de referencias a escritores, sólo se mencionaba a una mujer, Julia Kristeva. La respuesta fue contundente: “No son competencia”. “No creo que pensase realmente que Kristeva es la única mujer, viva o muerta, capaz de escribir o de pensar bien. Eso sería absurdo”, esgrime Hustvedt. “Más bien intuyo que para él competir, literariamente o de otro modo, significa medir fuerzas con otros hombres. Las mujeres, por brillantes que sean, simplemente no cuentan”.

Escritor 'afeminado' 

Lo gracioso es que Knausgård había reconocido con anterioridad que de niño fue objeto de burlas. Lo llamaban “afeminado”. “Yo no hablo de sentimientos”, decía, “pero escribo mucho sobre sentimientos. Leer es cosa de mujeres, como también lo es escribir. Es demencial, en efecto, pero todavía lo llevo dentro”. La autora señala que es curioso que en el imaginario popular la literatura esté mancillada por lo femenino -o que parezca una actividad de niñas- cuando durante siglos sólo cierta clase tenía acceso al privilegio de leer y escribir, y dentro de esa clase privilegiada eran ellos, y no ellas, las que recibían una buena educación. A ver cómo hemos terminado en esta zona cultural.

La novela ha sido siempre una forma vulgar e incluso menospreciada, estrechamente vinculada a la vida doméstica, las mujeres y sus sentimientos

¿Por qué las matemáticas son para los críos y la Lengua para las chicas? ¿Por qué el sentimiento y su expresión abierta han sido asociados con la feminidad y lo corpóreo? “La novela ha sido siempre una forma vulgar e incluso menospreciada, estrechamente vinculada a la vida doméstica, las mujeres y sus sentimientos”. La ficción, parecen decir ellos, es para las ‘chachas’. Sin embargo, sin haberse superpuesto a esta idea, los hombres también se han hecho con el patrimonio literario, más cuando “el hombre femenino” o “el hombre romántico” se adueñó del Romanticismo.

A Knausgård le cuesta reconocer que igual le vive una mujer dentro. Como dice Hustvedt, “convertirse en mujer o permitir que una mujer se introduzca en su propia escritura puede resultar peligrosamente transformador”. Y da miedo. Aun cuando las descripciones del padre de Mi lucha están impregnadas de vida doméstica, de patatas peladas y pañales cambiados, de la rabia de verse atrapado y asfixiado por las responsabilidades del hogar -pautas clásicamente femeninas-.

Pero, oh, una diferencia sustancial: las miles de páginas de su obra demuestran que él sí encontró tiempo para escribir, no como una mujer que verdaderamente se viese asediada por esa realidad casera. Con todo, prosigue la ensayista, “sabemos que nuestro narrador es hombre porque se preocupa de lo masculino. Se niega a utilizar una maleta con ruedas, porque eso huele a femenino. Sufre de eyaculación precoz, que no es una queja femenina”.

Sexo, ¿del autor o la obra?

Ella plantea que “todo ser humano es susceptible de ser herido” y que si cercamos los sentimientos sólo al terreno de la mujer, demostramos que estamos muy confundidos. Knausgård, a pesar del testiculario de fondo, hace en sus novelas un viaje femenino. ¿Por qué no puede hacerse al revés? ¿No puede una mujer escritora extraer en sus personajes los hombres que le habitan dentro? ¿Quién tiene sexo, el escritor o la obra? ¿Pueden ser contrarios? Y “si el narrador de la letra impresa es un hombre, ¿eso convierte al libro en masculino?”.

Una encuesta de 2015 realizada por Goodreads reveló que el 80% de los títulos escritos por mujeres fueron leídos por mujeres, quienes también leyeron el 50% de los escritos por hombres

Resulta dramático que el hecho de que Knausgård sea hombre revalorice su personalidad y su obra, por esa suerte de mutación que experimenta. Sin embargo, una encuesta de 2015 realizada por Goodreads reveló que el 80% de los títulos escritos por mujeres fueron leídos por mujeres, quienes también leyeron el 50% de los escritos por hombres. “En otras palabras, los hombres que escriben literatura de ficción cuentan con un público que es representativo del mundo en su conjunto, mientras que las mujeres no”.

A los hombres no les suele interesar lo que escriben las mujeres ni lo que las mujeres opinan sobre su trabajo porque, como apunta Michael S. Kimmel en La masculinidad como homofobia: miedo, vergüenza y silencio en la construcción de la identidad de género, “los hombres demuestran su hombría para la aprobación de otros hombres”.

El cuerpo está ausente

La brillante Hustvedt sostiene que no hay que negar la masculinidad en favor de la feminidad, ni viceversa; que cada obra es libre y posee su propio género, independientemente del del autor. “Los escritores no están en el texto. Su cuerpo está ausente. La representación, por su misma naturaleza, está separada de lo representado. En el habla y la escritura nos distanciamos de nosotros mismos incluso cuando decimos ‘yo’ para señalar al Yo como portavoz”.

Los prejuicios hacia las escritoras, clava, siguen siendo profundos, a pesar de que son muchas más las mujeres que los hombres que leen novelas escritas por uno y otro sexo. “Mi amigo Ian McEwan dijo en una ocasión: cuando las mujeres dejen de leer, la novela estará muerta”. Hay que arrancarse la costra de que “¿sabe, señorita? Escribe usted como un hombre” sea un cumplido. El gran enemigo del pensamiento y de la creatividad, según Hustvedt, es la idea recibida.

Nos sacudimos el género cuando leemos y cuando escribimos ficción. “Esto es posible porque no somos ratas sino seres imaginativos capaces de salir de nosotros mismos y, durante un rato al menos, convertirnos en otra persona, joven o vieja, cuerda o loca, mujer u hombre”.