La revolución feminista tiene vocación universal y no puede conformarse sólo con sublevar a las mujeres: su onda expansiva debe empapar también a los hombres si de verdad quiere derribar las estructuras de poder establecidas por el patriarcado y replantear el mundo. Lo decía Kelley Temple, activista feminista del Reino Unido: “Los hombres que quieren ser feministas no necesitan que se les dé un espacio en el feminismo. Necesitan coger el espacio que tienen en la sociedad y hacerlo feminista”. Eso es lo que hace Ritxar Bacete, antropólogo y experto en género, en su ensayo Nuevos hombres buenos (Península): hablar de la otra parte, de cómo tiene que reconstruir el hombre su masculinidad en la era del feminismo.

Pese a que cada vez más hombres apoyan, al menos desde la teoría, ese proceso de acercamiento a la igualdad, una de sus consecuencias es que ha dejado a la mitad de la humanidad huérfana de un modelo de referencia: el viejo ya no sirve para la convivencia equitativa con las mujeres en una sociedad democrática, y el nuevo está aún en construcción”, escribe Bacete. ¿Qué significa ser hombre en 2017? Por supuesto, mucho más que tener pene -si no que se lo pregunten al colectivo transexual-. La masculinidad trasciende al hecho biológico, porque es también una construcción cultural. “Y, por suerte, las construcciones culturales pueden cambiarse”.

Fuera los machos

Arranquémonos la costra de la pena: el hombre ha muerto. Ha muerto tal y como lo conocíamos, porque no puede salir indemne de un movimiento ecuménico como es el feminismo. No hay ningún ser humano al que el feminismo no le apele. Dice Ritxar Bacete que “para lograr la igualdad es fundamental despatriarcalizar también los cuerpos de los hombres, liberarlos, sacar al macho limitante que vive en nosotros como si fuera nuestra esencia”, porque aunque ese macho ha hecho de su principal víctima a la mujer, también daña al hombre y lo restringe.

Le ha dicho que “los niños no lloran”. Le ha dicho que hablar de sus sentimientos es “de maricones” -ahí machismo mezclado con homofobia-. Ha logrado, como dice Virginie Despentes, que los hombres “amen hablar de mujeres porque eso les evita hablar de ellos”. Es ese macho el que hace que en España el 93% de los delitos los cometan los hombres, y que ese porcentaje se dispare cuando nos referimos a los delitos más graves y violentos. “Sin pretender victimizarnos, sabemos que los varones vivimos de media siete años menos que las mujeres, tenemos muchas más posibilidades que ellas de sufrir un acto de violencia protagonizado por otro hombre, de tener un accidente laboral o de tráfico. Somos legión entre las personas que logran suicidarse, abarrotamos las cárceles, los albergues para personas excluidas y los centros de desintoxicación”.

Nuevos modelos

Cuidado: no se trata de poner el foco en el hombre como damnificado, porque al fin y al cabo adolece de unos imperativos patriarcales que él mismo perpetúa -y que, ojo, también le conceden privilegios de los que hablaremos más adelante-, sino de luchar, primero, para que el hombre deje de ser un lobo para la mujer y, una vez resuelto eso, para que deje de ser también un lobo para sí mismo.

El feminismo necesita de nuevos modelos de masculinidad. Y para ello, como dice el autor, habría que empezar practicando la autocrítica al más puro estilo de las reuniones de Alcohólicos Anónimos: “Hola, me llamo Ritxar y también soy machista”. “No se trata de flagelarnos, pero sí de conectar desde la humildad con distintos grados tanto de contradicciones como de responsabilidades”.

Entre esas responsabilidades está el construir una nueva narrativa que abrace términos como “ternura”, “compartir”, “comprender”, “pedir perdón”, “dudar”, “rectificar”… y alejarse del macho todopoderoso incapaz de ceder, de mostrarse permeable y sensible, de imaginar “formas del éxito” que no estén relacionadas con la depredación laboral o personal, como, por ejemplo, la crianza de los hijos: ese reto. El hombre, afortunadamente, está dejando de ser la medida de todas las cosas. ¿Qué tal si es sustituido por el “ser humano”?

El método

Bacete propone una suerte de auto-test masculino para chequear sus propios privilegios -cuánto cuesta verlos a veces, se dan tan por asumidos...-. Propone preguntas como: “¿Crees que las mujeres de tu entorno (madres, parejas, hermanas, abuelas) te han cuidado más a ti que tú a ellas?; ¿Trabajas de forma confortable sin miedo a sufrir acoso sexual?; En caso de decidir ser padre, ¿crees que en tu trabajo continuarían confiando en tu capacidad profesional?; ¿Te has sentido alguna vez excluido en tu trabajo porque se refieran al conjunto de trabajadoras y trabajadores en femenino?; Si tienes hijos y una carrera, nadie pensará que eres egoísta por no quedarte en casa a cuidarlos; ¿Caminas por la calle sin miedo a sufrir acoso o agresión sexual?; En los puestos de responsabilidad en tu trabajo o en tu entorno, ¿tienes un montón de profesionales de referencia de tu mismo género?”, etc. Todas pueden contestarse con “sí” o “no”. Revisen.