“Nosotros somos los testigos. Pero pronto moriremos”, le dijo uno de los supervivientes al accidente de Chernóbil a la periodista bielorrusa Svetlana Alexievich, Premio Nobel de Literatura 2015. Es uno de los testimonios que nutren el magnífico libro Voces de Chernóbil (publicado por Siglo XXI y reeditado por DeBolsillo), en el que divide su trabajo recopilado durante 20 años en tres partes y tres coros (de soldados, de pueblo y de niños). Ella desaparece, los narradores son las víctimas. “Intento captar la vida cotidiana del alma”, dice la autora.

El libro, única obra traducida al castellano, no trata de Chernóbil, sino del mundo de Chernóbil. Se dedica a destapar la historia omitida. “Escribo y recojo la cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras”. En muchos aspectos su búsqueda del testimonio entre los afectados recuerda a La Noche de Tlatelolco, de la periodista mexicana y Premio Cervantes Elena Poniatowska. “Apunte usted -le decían-. No hemos comprendido todo lo que hemos visto, pero que queden nuestras palabras. Alguien las leerá y las entenderá”. Y eso hizo. A continuación incluimos algunos recuerdos de aquellas voces:

“Lo que quedaba lo enterrábamos. Ropa, botas, sillas, acordeones, máquinas de coser. Lo enterrábamos en hoyos que llamábamos “fosas comunes”. Regreso a casa. Voy al baile. Me gusta una chica. Me presento. Soy tal. ¿Cómo te llamas? “Para qué. Si ahora eres de los de Chernóbil. ¡Cualquiera se casa contigo!”.

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“Yo tengo mis propios recuerdos. El cargo oficial que me dieron allí fue el de jefe de unidad de guardia. Algo así como director de la zona del Apocalipsis [Se ríe.] Escríbalo así”.

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“¿Quiere otro chiste? Después de Chernóbil se puede comer de todo; pero has de enterrar tu mierda en una caja de plomo. La vida es maravillosa, pero, joder, qué corta”

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“Nos retiraron los documentos civiles, las cartillas militares y nos subieron a unos autobuses. Y nos llevaron en dirección desconocida. Ya nadie decía nada de las maniobras militares. Los oficiales que nos acompañaban respondían a nuestras preguntas con su silencio. “¡Amigos! ¿Y si nos llevan a Chernóbil?, se le ocurrió a alguien. Y sonó la orden: “¡A callar! Las expresiones de pánico serán juzgados por un tribunal militar como en tiempo de guerra”. Al cabo de cierto tiempo, nos llegó esta explicación: “Nos encontramos en estado de guerra. ¡Las bocas bien cerradas! Y quien no salga en defensa de la Patria será declarado traidor”.

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“Ya no temo a la muerte. A mi propia muerte. Pero no tengo claro cómo voy a morir. Vi morir a un amigo. Se hizo grande, se hinchó. Como un tonel. Y mi vecino. También estuvo allí. Un operador de grúa. Se volvió negro, como el carbón, y se secó hasta el tamaño de un niño. No tengo claro cómo voy a morir. Si pudiera elegir mi muerte, pediría que fuera común y corriente. No como las de Chernóbil”.

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“Desde lo alto… desde arriba, sorprendía la cantidad de maquinaria: helicópteros pesados, de tamaño medio. El MI-24 es un helicóptero de combate. ¿Qué se podía hacer con un helicóptero de combate de Chernóbil? ¿O con un caza MI-2? Los pilotos… todos eran jóvenes. Y allí estaban, en el bosque junto al reactor, cargándose de roentgen. Ésas eran las órdenes. ¡Órdenes militares! ¿Para qué haber enviado toda aquella gente, para que se irradiara? ¿Para qué? Lo que hacía falta eran especialistas y no material humano [pasa al grito] ¡Faltaban especialistas y no material humano!”

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“Hace tiempo que no veo a mujeres embarazadas felices. Mamás felices. Mire, una de las que ha dado a luz ahora mismo, vuelve en sí y llama: “¡Doctor, enséñemelo! ¡Traígamelo!”. Le palpa la cabecita, la frente, todo el cuerpo. Cuenta los dedos de los pies y de las manos. Comprueba. Quiere estar segura: “Doctor, ¿mi niño ha nacido normal? ¿Todo está bien?”. Se lo traen para que le dé de comer. Tiene miedo: “Vivo no lejos de Chernóbil. He ido allí a ver a mi madre. Me cayó encima aquella lluvia negra”.

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“Yo no he vivido una guerra. Pero todo esto me la recordó. Los soldados entraban en las aldeas y evacuaban a la gente. Las calles de los pueblos estaban a rebosar de maquinaria militar: blindados, camiones con lonas verdes, hasta tanques. La gente abandonaba sus casas en presencia de los soldados; y esto tenía un efecto deprimente, sobre todo para aquellos que han vivido la guerra. Primero culpaban a los rusos: “Ellos tienen la culpa; la central es suya”. Pero luego: “La culpa la tienen los comunistas”.

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“Quería dar a luz un hijo fruto del amor. Esperábamos nuestro primer hijo. Mi marido quería un niño, y yo una niña. Los médicos me habían intentado convencer: “Debe decidirse a abortar. Su marido ha estado durante largo tiempo en Chernóbil”. Es conductor y los primeros días lo llamaron para que fuera allí. Para transportar arena y hormigón. Pero yo no le hice caso a nadie. No quise creer a nadie. Había leído en los libros que el amor podía vencerlo todo. Incluso a la muerte. La criatura nació muerta. Y sin dos dedos. Una niña. Y yo lloraba: “Si al menos tuviera todos los dedos. No ven que es una niña”.

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