El campo de concentración de Buchenwald, construido varios kilómetros al norte de la localidad alemana de Weimar y uno de los más grandes de la maquinaria de exterminio nazi, fue liberado el 11 de abril de 1945. Las tropas estadounidenses se encontraron montañas de cadáveres desnudos de judíos asesinados y más de veinte mil prisioneros demacrados por el hambre, con las pieles grises, que no habían podido ser evacuados por los guardias de las SS. Entre ellos había un millar de niños.

Varias semanas después, los aliados seguían sin saber muy bien qué hacer con esos jóvenes que todavía dormían en los mismos barracones de su cautiverio, el Bloque 66, conocido como Kinderblock y ubicado en las profundidades del recinto, y que vestían con uniformes de las Juventudes Hitlerianas. En la prensa comenzaron a circular historias oscuras sobre ellos: les consideraban unos inadaptados sociales y hasta un punto psicópatas, dispuestos a matarse unos a los otros. "Los niños terribles de Buchenwald", rezaba un titular.

Uno de esos muchachos era el polaco Romek Waisman. Cuando le preguntaron su nombre, él no encontró más palabras que su número de identificación: 117098. Todos sus recuerdos se habían esfumado en medio de aquel horror: "Un grupo de psiquiatras vino a vernos y afirmó que ninguno de nosotros pasaría de los cuarenta. Estábamos demasiado heridos, dijeron. Algunos periodistas incluso llegaron a escribir que los niños de Buchenwald debíamos de ser malvados, duros, revoltosos, agresivos y manipuladores para haber sobrevivido cuando otros habían fallecido. Pero la OSE, esa organización que ayudaba a los niños judíos, creyó que podía echarnos una mano".

Algunos de los chicos en las clases con el profesor Manfred Reingwitz. Destino

Waisman es uno de los pocos supervivientes del Holocausto que siguen con vida en la actualidad, una de esas voces que estremecen, que han sido capaces de recomponerse y describir el infierno que lograron esquivar. Él no habló de su experiencia en los campos nazis hasta 1984, cuando escuchó a un profesor asegurar a sus alumnos que el Holocausto no había existido, que era una mentira. Ahora, con noventa años, Robert ha querido dejar por escrito su relato de oscuridad y esperanza en El chico de Buchenwald (Destino), en colaboración con la periodista Susan McClelland.

La obra de Waisman no resulta tan dura y escalofriante como las de Imre Kertész o Primo Levi, con unas descripciones tan detalladas y realistas que transmiten toda la angustia y el horror que tuvieron que soportar sus protagonistas, sino que ahonda en ese titánico y casi inconsciente esfuerzo en el que hubo de incurrir para reconstruir su vida tras salir de Buchenwald. Es una perspectiva diferente sobre el Holocausto, pero igual de terrible. Porque el sufrimiento no se esfumó con la liberación, tan solo mutó de rostro.

Los niños de Buchenwald, entre los que también se encontraba Elie Wiesel, futuro Premio Nobel de la Paz, se habían salvado, pero al mismo tiempo se habían quedado solos. En las paredes de un tren que trasladó a Francia a muchos de ellos, escribieron con pintura blanca que les había prestando un granjero: "Somos supervivientes de Buchenwald. ¿Dónde están nuestros padres? Somos huérfanos de Buchenwald". Ellos querían volver a sus casas, pero sus familias engrosaban el millonario recuento de víctimas del Holocausto.

Portada de 'El chico de Buchenwald'. Destino

En la emotiva historia de Waisman, que emigraría a Canadá en 1948 cambiándose el nombre de Romek por Robert y donde se convertiría en un destacado hombre de negocios, sobresale la figura del profesor Manfred Reingwitz. Este había sobrevivido a Auschwitz y fue quien le enseñó a leer con los cómics de Las aventuras de Tintín o quien le llevaría al cine; el hombre 

"En los campos siempre nos decíamos que, quienquiera que volviera a ser libre, debía compartir las historias de lo que había ocurrido allí", reconocía Waisman en una reciente entrevista con la Agencia Efe. "No podemos olvidar, y no solo el Holocausto, sino todos los genocidios. Debemos recordar que el odio forma todo un espectro, y en uno de los extremos están los genocidios. Así que debemos comprender hasta dónde nos puede llevar el odio como seres humanos, qué somos capaces de hacerles a los demás, para poder evitarlo. Podemos elegir el amor, la tolerancia, la comprensión, el interés por las historias de los demás".

Como la del propio Robert y la de los otros niños de Buchenwald; tanto las de los que sucumbieron frente a los problemas físicos y mentales que arrastraban como los que fueron capaces de armar vidas extraordinarias y exitosas como médicos, abogados, profesores, líderes espirituales o padres.

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