Durante la remodelación de un pequeño edificio aledaño a la iglesia de Sant-Brice, en Tournai (Bélgica), emprendida en mayo de 1653, uno de los obreros encontró un tesoro extraordinario: 300 monedas de oro y de plata, armas —una gran espada, un scramasax y una lanza—, un valioso brazalete, un broche típico del mundo romano, una cabeza de caballo y joyas de cloisonnée, rellenas de piedras preciosas. Pero quizá la pieza más llamativa desenterrada fue un anillo, también de oro, en el que estaba grabado un retrato y un nombre: "Childerici regis".

Por pura casualidad se había hallado la tumba de Childerico, uno de los primeros soberanos del pueblo de los francos —aliados de los romanos y defensores de sus territorios más periféricos hasta la caída del Imperio en 476— y padre de Clodoveo, el primer rey de este reino germánico en adoptar el cristianismo. El descubrimiento era sensacional, y el archiduque Leopoldo Guillermo, gobernador de los Países Bajos en nombre de Felipe IV, reclamó los vestigios y encargó su estudio a Jean-Jaques Chifflet, su médico personal y un hombre sabio.

La arqueología, a mediados del siglo XVII, era un utopía, pero el erudito logró armar en poco más de un año un trabajo monumental de casi 400 páginas, con rigurosos dibujos sobre los objetos recuperados. Pero se olvidó de un dato básico que en el futuro generaría más de un quebradero de cabeza a los investigadores: señalar la localización exacta del enterramiento. En 1656 el tesoro es enviado a manos del emperador Leopoldo I, quien se lo regala a su colega francés Luis XIV como pago por la ayuda recibida durante la campaña de Hungría contra los turcos.

Abejas de oro que formaban parte del ajuar de Childerico. Wikimedia Commons

El maniático Rey Sol destinó las reliquias al Museo del Louvre, donde se conservarían un tiempo hasta su traslado a la Biblioteca Nacional. Incluso Napoleón utilizó las cigarras de oro para ornamentar su manto el día de su coronación imperial, el 2 de diciembre de 1804. Sin embargo, la historia dio un giro dramático la madrugada del 5 al 6 de noviembre de 1831: un grupo de conocidos ladrones se coló en el edificio y robó las piezas que formaban parte del ajuar de inestimable valor histórico. Para cuando fueron detenidos ya habían convertido parte de los elementos de oro en lingotes y arrojado el resto al fondo de río Sena. Una mínima parte del botín pudo ser recuperada, y hoy en día se exhibe en el Cabinet de Médailles de la institución parisina.

A pesar de la aciaga pérdida, la importancia del hallazgo, que el arqueólogo italiano Andrea Augenti recoge en su reciente libro De Lucy a Medina Azahara: 10 grandes descubrimientos arqueológicos (Alianza), se hizo más evidente con el paso de las décadas. Sobre todo cuando trescientos años después, entre 1983 y 1986, el investigador belga Raymond Brulet realizó nuevas excavaciones en Tournai. Además de localizar de nuevo la tumba de Childerico, que estuvo cubierta con un túmulo funerario, documentó un gran cementerio datado hacia la mitad del siglo V, es decir, algo anterior al fallecimiento del líder franco, registrado en 481, y que siguió vigente hasta principios del siglo VII.

Interpretación del tesoro

Estos nuevos datos —el arqueólogo y su equipo hallaron tres grandes fosas que conservaban los restos de cuatro, siete y diez caballos respectivamente, todos con evidencias de ser sacrificados con un tajo a la altura de la garganta—, sumados a los relatos de las fuentes históricas, revelaron un cuadro mucho más complejo que un enterramiento esporádico. Porque como explica Augenti, "el arqueólogo no es un cazador de tesoros, sino un historiador que interroga los objetos —incluso a los más sencillos, como un simple fragmento de cerámica— con el fin de reconstruir el pasado". El contexto es tan importante como los propios vestigios.

Según narró el historiador Gregorio de Tours en su obra Historia de los francos, escrita en el siglo VI, Childerico, de joven, había tenido que disputar el trono con un tal Egidio. Su enemigo murió, pero dejaría un hijo, de nombre Siagrio, que rivalizaría con su heredero Clodoveo. A la muerte del rey y tras dos décadas de paz, se abrió un panorama incierto: la sucesión no estaba garantizada. Por eso su familia reivindicó públicamente el poder a través de un funeral monumental, con tesoros que simbolizan la autoridad del difunto y su estatus social.  

Portada del libro de Andrea Augenti. Alianza

"El descubrimiento de la tumba de Childerico", reflexiona Augenti, "es un episodio de suma importancia en la historia de la arqueología. Podemos ver en él una auténtica piedra miliar, pues marca el nacimiento de la arqueología merovingia, es decir, el estudio de la época de la primera dinastía de los soberanos de Francia a través de los objetos que aquella nos ha legado. Pero, en términos más generales, diría que podemos ver en él, sin temor a equivocarnos, el punto de partida, la chispa que dio nacimiento a la arqueología medieval en Europa".

Además de este sensacional enterramiento, el librito magnífico del experto italiano reconstruye los hallazgos del esqueleto de Lucy, el homínido más antiguo de la humanidad; las momias Tutankamón y de Ötzi; los vestigios que lanzan todavía más interrogantes sobre el mito de Troya; el misterio del ejército de los guerreros de terracota de Xi'an; el sueño de Abderramán III al construir Medina Azahara o el cementerio de los reyes de East Anglia en Sutton Hoo (Inglaterra) que se convirtió en escenario de ejecuciones capitales y la afirmación del cristianismo contra las creencias paganas. Diez historias fascinantes que hoy se pueden conocer gracias al riguroso esfuerzo de la investigación arqueológica.

Noticias relacionadas